Tuesday, 19 June 2012

Sudáfrica 2003


Siempre he asociado África con una parte limitada de África. No por ejemplo con el norte, con Marruecos, que formaba parte de la topografía de la guerra de mi abuelo.
En mi mapa mental Sudáfrica también se situaba fuera de África. En Oxford durante un tiempo compartí casa con una sudafricana, Tracy, que nunca hablaba de Sudáfrica, y entonces no sabías bien dónde empezaba y acababa su país en ella. Luego, poco después del final del apartheid, conocí a una inglesa que había emigrado a Sudáfrica hacía unos años y sólo hablaba, porque no era posible no hacerlo, de cómo habían cambiado las cosas allí. África era y es el África del hambre y la sequía, del vacío bello y trágico. Sudáfrica era a veces una parte más del mundo anglosajón y otras el país del apartheid, de Mandela, ni siquiera las dos cosas a un tiempo.

Fui a Sudáfrica para encontrarme con Carol McLeod. Carol es canadiense pero por aquel entonces trabajaba para la ONU en Ruanda y quería tomarse unas vacaciones de África sin salir del continente. Sólo tenía diez días y necesitaba sobre todo una dosis de la civilización que conocía: los cines con los estrenos norteamericanos, las librerías con los últimos best-sellers, los helados, los capuchinos y las pizzas, quizá también las ciudades de edificios altos y tráfico pesado, el paisaje atravesado por autopistas, y en África todo eso, tal vez más, era Sudáfrica. Yo quería que fuera más y leí la biografía de Mandela.

La semana anterior al viaje estuve trabajando en Frankfurt. Volví a Barcelona antes de lo previsto porque no me sentía bien. Sobre todo estaba muy cansada, me recuperé un poco aunque no del todo, y por eso mi primer viaje de ida a África se parecía más a un viaje de vuelta, con esa misma tristeza pero también con la sensación de haber llegado a un destino final y no sentir la necesidad o la obligación de ver más allá.
Carol y yo habíamos quedado en encontrarnos en el hotel Metropole de Ciudad del Cabo. Las etapas de mi viaje eran Barcelona-Ámsterdam y Ámsterdam-Ciudad del Cabo, con una escala de una hora en Johannesburgo. Todo ello suponía un total de trece horas de viaje que sin embargo se convirtieron en veinte. Un fallo en el aire acondicionado nos retuvo en Ámsterdam dos horas. Luego en Johannesburgo no pudimos aterrizar a causa del mal tiempo y volamos hasta Durban, una ciudad de la costa este. Cuando pasó el temporal de Johannesburgo una nueva tripulación vino a recogernos desde allí, ya que la que nos había traído desde Ámsterdam había trabajado más horas de las permitidas por la ley. Los pasajeros que íbamos a Ciudad del Cabo pasamos casi el total de las veinte horas dentro del aparato, sólo bajamos un rato a una zona acotada del aeropuerto de Durban. Esta ciudad era el destino final de otros pasajeros, pero al no ser su aeropuerto internacional no se podía entrar en el país por él, así que volvieron con nosotros a Johannesburgo y después volaron de vuelta a Durban. Una pasajera saludaba con la mano a su novio, que la esperaba al otro lado del control del aeropuerto y lo seguiría haciendo hasta que ella volviera de Johannesburgo.
Desde el avión entre ciudad y ciudad se veían grandes espacios, la tierra roja bajo la vegetación verde, montañas y luego cada vez la ciudad muy extensa: Durban, Johannesburgo, Ciudad del Cabo, kilómetros y kilómetros de ciudad, que al acercarnos al suelo estaba hecha sobre todo de grupos regulares de casas con un techo metálico de color verde que reflejaba la luz. Una vez en tierra apenas vi estas casas; de lo que vi desde el aire pude luego constatar la tierra roja y las montañas, la extravagancia de la naturaleza que de cerca casi siempre se superponía a la ilusión de normalidad que la civilización ofrecía desde arriba, y a veces incluso se servía de ella como contraste.
En el avión conocí a Utta, una alemana que trabajaba en un proyecto de investigación de la vegetación sudafricana y viajaba con frecuencia a Ciudad del Cabo. Al final del viaje era muy distinta de cómo había sido al principio y en nuestras esperas en los aeropuertos hablaba con mucha gente por su móvil en inglés y alemán, tratando de organizar su llegada. Me dijo que sólo utilizaba el móvil en Sudáfrica. Cuando bajamos del avión era aún más distinta y la esperé mientras regateaba con varias casas de alquiler de coches del aeropuerto. Tenía ahora un cierto aire masculino que no era una pose, parecía necesario para hacer lo que trataba de hacer. Después me llevó en su coche de alquiler al hotel Metropole, que estaba en el centro de Ciudad del Cabo. Por el camino me explicó que los pinos que veíamos no eran parte de la flora autóctona de Sudáfrica, a pesar de que yo lo hubiera creído así porque me parecían distintos de todos los que había visto: muy altos, sobre todo las ramas siempre muy altas en el tronco delgado, como niños que hubieran crecido más de la cuenta. Y es cierto que algunas cosas crecen en Sudáfrica, tal vez en toda África, más de la cuenta, por ejemplo los robles. Cuando dos días después fuimos a visitar los viñedos nos explicaron que la madera de los robles sudafricanos no se puede utilizar para fabricar cubas de vino, porque crecen tan deprisa que es porosa y deja pasar el aire.

El centro de Ciudad del Cabo estaba casi desierto, sólo se veía aquí y allá un grupo pequeño de chicos negros. Utta me dijo que era día de fiesta y que las tiendas estaban cerradas y me pidió que bajara el seguro del coche. Todo el mundo hablaba de los peligros de Johannesburgo pero nadie había dicho nada de Ciudad del Cabo. Utta me dejó en la acera de enfrente del Metropole y crucé la calle corriendo porque de pronto tenía miedo y mi maleta no era muy grande. La puerta del hotel estaba cerrada, empujaba y empujaba pero no se abría, hasta que alguien la abrió de forma automática desde dentro.
El Metropole era un hotel antiguo y viejo, en realidad daba la impresión de haber sido siempre antiguo y luego haberse hecho además viejo. Al entrar te encontrabas de frente con el ascensor, pero no creo que en ese momento lo viera, sólo vi al recepcionista negro que estaba detrás del mostrador, al fondo a la izquierda, y sonreía un poco. Me acerqué y le dije que era amiga de Carol McLeod, que había reservado una habitación doble en el hotel. Él comprobó su lista y me dijo que no había ninguna Carol McLeod en el hotel, y yo le iba a decir que eso era imposible cuando él me dijo algo aún más imposible: que era una broma, que claro que Carol estaba allí. Vaya broma le dije, pero me pareció buena dadas las circunstancias y me reí un poco en un intento de burlarme de mí misma y de mi miedo, que es muy posible que él hubiera visto a través del cristal de la puerta mientras intentaba abrirla.
La esencia del Metropole era su madera, sólida y del tono y el brillo justos que sólo pueden conseguirse a base de tiempo, y sin embargo era difícil imaginarle un pasado en el que hubiera sido distinto a como era ahora. El ascensor, que mi guía turística decía que era el más antiguo de algo, consistía en una caja de madera con espejos y dos puertas, una de madera y cristal y otra de hierro que se cerraba automáticamente tras cerrar la primera. Los suelos del Metropole estaban cubiertos de alfombras de tonos desvaídos, que en nuestra planta eran sobre todo rojizos y rosados. Esta planta en concreto, la tercera, estaba decorada con motivos chinos y la recepcionista de día nos dijo que era una copia exacta de un hotel de Londres, lo que claro confirmaba la impresión de que el pasado del Metropole no era del todo suyo.
En el tiempo que pasamos en este hotel sólo nos cruzamos con otros dos huéspedes. Un día subimos en el ascensor con una mujer negra que se movía y gesticulaba de forma muy exagerada y se reía y casi se caía, como si estuviera bajo el efecto de algo. Otro día subimos con un hombre mulato, de facciones entre negras y árabes, que llevaba una bata de raso roja bajo la que asomaban las piernas desnudas y los pies descalzos. En las manos tenía un recipiente blanco de corcho que parecía contener comida preparada. Había estado hablando con el recepcionista de noche, que tal vez le había entregado la comida, pero una vez en el ascensor su forma de moverse y su expresión eran las de alguien que está solo, no en su propio mundo, como había estado la mujer de unos días atrás, sino en éste, y parecía así que existíamos en distintos tiempos y que nosotras, Carol y yo, éramos fantasmas de su tiempo y él del nuestro.
El hotel estaba por tanto casi vacío y los recepcionistas se volvían muy importantes para nosotras y nosotras para ellos. Estaba por un lado el recepcionista negro de noche, al que le gustaba gastar bromas, como la de que Carol McLeod no estaba en este hotel y otra que nos gastó ese mismo día, un poco más tarde, cuando quisimos un taxi y nos dijo que si sabíamos que los taxis en Sudáfrica iban sin taxista. Nos lo creímos por un momento, aunque él por supuesto había perdido ya casi toda su credibilidad.
Luego estaba también la recepcionista de día, que era blanca y rondaba los cincuenta. Iba vestida como si fuera joven pero cuando ella era joven: siempre con el mismo vestido negro de algodón, corto y sin mangas, del que salían las piernas largas y blancas que acababan en una sandalias también negras de tiras finas y tacón alto. Debajo del vestido se adivinaba el pecho grande y caído. Llevaba el pelo recogido de una forma muy bien definida, que aunque se había perdido a trozos seguía manteniendo clara la intención. Tenía la cara y el cuerpo un poco hinchados, como por efecto del alcohol, y llevaba siempre un cigarrillo en la mano. La voz que salía con el humo era ronca, aunque ella nos explicó que no era la suya original sino el resultado de un constipado que ahora nunca la dejaba. Nos organizó todas las visitas turísticas que hicimos en Ciudad del Cabo y nos pidió todos los taxis que necesitamos estando ella allí. Cuando no la veías la buscabas en el café que había junto al hotel. El recepcionista negro de las noches hacía pensar en un hotel de otro tiempo y la recepcionista blanca de los días en el tiempo transcurrido desde que el hotel, ella y el café habían empezado a ser lo que eran ahora.
Carol y yo desayunábamos todos los días en ese café, que tiempo atrás había pertenecido al hotel. Era un lugar oscuro ya de buena mañana y tenía un aire de bar de película americana country, con sus neones y camareras y clientes habituales, que, al contrario de lo que suele ocurrir con los clientes habituales de otros cafés y lugares, daban la impresión de no tener nada en común. Había tres camareras y dos de ellas eran negras. Una de las dos camareras negras, la más joven, nos explicó la última vez que desayunamos allí que no había dormido porque el día anterior habían celebrado en el café la despedida de una compañera. Entre los clientes del café había algunos ejecutivos, o al menos oficinistas, que iban vestidos de negro o gris y eran todos blancos, con la única excepción de una mujer de origen indio. Como ocurría con todas las personas blancas en Sudáfrica, no se sabía bien cómo habían llegado hasta allí porque rara vez se les veía en la calle. El fin de semana trajo a otros clientes que parecían vivir en el barrio porque venían para leer su periódico. Una vez había también una mujer, a la que las camareras conocían, que escribía en una libreta con un aire tan serio que casi te daba risa y llevaba una falda de vuelo, como de niña. Yo no dejaba de preguntarme cómo habían llegado todos allí, al hotel y al café y a esta ciudad, porque no me parecía que pudieran ser lugares de nadie, donde alguien hubiera podido nacer y ser nieto e hijo de alguien, crecer y tener una vida. Vivir sí claro, porque eso es precisamente lo que todo el mundo hace. La recepcionista de día nos explicó que tenía un hijo de dieciséis años que vivía con ella en el hotel y en ese momento dormía arriba; pensé que tal vez se trataba del chico mulato del ascensor, aunque me había parecido mayor. Nos contó además que ella había nacido en Rodesia, que ahora se llama Zimbawe, y había empezado la carrera de medicina pero decidió irse a recorrer mundo y acabó embarazada en Ciudad del Cabo, donde había pasado los últimos dieciséis años de su vida, y pensé yo donde el tiempo se había detenido para ella, pero en realidad había pasado por ella y su vestido negro y su cuerpo y el hotel y el café.
En nuestra primera noche en Ciudad del Cabo fuimos a cenar al Waterfront, que es el nombre con el que se conocen el puerto y un centro comercial muy grande que lo rodea. Por allí se podía andar sin miedo y era fácil, estaba pensado para que se hiciera, lo que no siempre podía darse por sentado en Sudáfrica. Era otoño, pero aunque oscurecía muy pronto la temperatura era suave. Utta me había dicho que la temporada alta de Sudáfrica es la primavera, cuando hay miles de flores. El Waterfront estaba lleno de restaurantes, que parecían de cadenas, y paseamos entre ellos hasta decidirnos finalmente por uno con especialidades de carne, donde comí la mejor que había comido en mucho tiempo o quizá nunca, sólida, tierna y barata, aunque no recuerdo de qué era. Sudáfrica era un país barato viniendo de Europa y desde casi todo el mundo, como por ejemplo desde Australia; pero no en cambio si ibas desde la isla de Mauricio, como nos explicó después en una de nuestras excursiones una pareja de origen indio que vivía allí. La razón de que a casi todos nos resultase barato es que el rand era débil y el euro y el dólar eran fuertes. Carol siempre decidía así si un país era o no caro, por el precio de su moneda frente al dólar, y no cabe duda de que al menos entonces, en 2003, era un razonamiento lógico, pero ¿qué pasaba con lo ilógico?: yo recordaba Italia y sus precios en miles y miles de liras y por eso antes de decidirme preguntaba cuánto se ganaba y cuánto costaban cosas que conocía. En Sudáfrica era barato comer y dormir y coger taxis pero caro por ejemplo comprar algunos libros. En el restaurante del Waterfront me costaba entender al camarero y le dije que tenía dificultades con el acento inglés de los sudafricanos. Me respondió que sí, que claro, que no era su primera lengua. Yo entonces le dije que no era su problema, que es algo que siempre me pasa con acentos nuevos. Pero él contestó que si no era su problema lo haría suyo, y me pareció una respuesta un poco fuera de lugar dadas las circunstancias y la historia de Sudáfrica, que es de esas historias que, como la alemana, deja poco espacio para cualquier comentario de libre interpretación.

Al día siguiente de nuestra llegada, después de desayunar en el café junto al hotel, fuimos a Robben Island, la isla prisión en la que Nelson Mandela había pasado treinta y cinco años de su vida. Hacía calor y teníamos sed. En la fotografía que nos hacían a todos antes de subir al barco yo aparezco con dos botellas, una de agua y otra redonda con un líquido muy naranja en su interior.
En el barco nos quedamos en cubierta, junto a dos parejas jóvenes de origen indio. Gandhi vivió veintidós años en Sudáfrica, donde puso por primera vez en práctica su resistencia pasiva en defensa de los derechos de la comunidad india, que en su mayoría había emigrado allí para trabajar en las plantaciones de azúcar. Sin embargo no estoy segura de que los indios del barco fueran sudafricanos. El resto de los pasajeros del barco éramos turistas blancos y los revisores de ticket y el piloto eran negros. El viaje fue largo y pasó mucho tiempo hasta que pudimos ver por fin la isla, en parte por la niebla, pero también porque estaba lejos. Hacía viento y el barco daba muchos bandazos y al final hasta teníamos un poco de frío, a pesar del calor que sabíamos que hacía y que siguió haciendo una vez que desembarcamos. Roben Island me recordó a muchos otros lugares que conocía, a cómo habían sido cuando eran secos y amarillos. Aunque a esta isla era difícil imaginarla distinta. Hasta entonces nadie había querido vivir en ella, siempre había sido a la fuerza: fue primero una leprosería y luego una prisión. Ahora que era considerada una prisión-museo, y ya no era sólo seca y amarilla sino también histórica, los guías y otro personal vivían en la isla por propia voluntad. A los turistas nos repartieron en dos autobuses, cada uno con su guía. Nuestra guía era negra y joven, con un sentido del humor de guía turístico pero también con una voz que era como la de una conciencia. Hablaba de `reconciliación´ y de lo que había sido que ya no era, y sin embargo tenías la impresión de que hablaba desde cuando era así, como si desde entonces predijera un futuro que era ahora. Esa sensación, la de una voz que hablaba en el presente del presente pero parecía que hablara del futuro en el pasado, se repetía en Sudáfrica. Recorrimos la isla y vimos la casa dónde X había vivido en soledad veintitantos años, y durante gran parte de ellos tuvo además prohibido hablar con nadie, lo que le afectó física y psicológicamente. Vimos también la nueva escuela de primaria, un hospital y algunas casas. Paramos un momento en la costa, en un lugar de rocas húmedas y resbaladizas cubiertas de algas sobre las que había muchas gaviotas. Luego entramos en la prisión, donde hicimos el recorrido que hacían los presos a su llegada. El guía era un ex presidiario negro. Había volado un edificio oficial de Johannesburgo, aunque nadie había muerto. Era delgado y alto y tenía un estómago enorme. Nos explicó que en uno de los interrogatorios varias veces le lanzaron al aire para después dejarlo caer al suelo. Tan fácil. Su voz hablaba del pasado y también venía de él, y era como si el hombre siguiera estando en ese otro tiempo y con nosotros sólo su testimonio de lo que le ocurría. Los presos dirigidos por Mandela se habían organizado para estudiar, ayudándose unos a otros. Aprendían a escribir si no sabían y estudiaban carreras universitarias. En el museo del Waterfront, ya de vuelta en Ciudad del Cabo, vimos unos apuntes de economía escritos por un preso para uno de los cursos. Nuestro guía había estudiado derecho, pero su examen desapareció y tuvo que repetirlo años después. Carol dijo que era increíble que en un lugar donde no se respetaban los derechos humanos fuera posible establecer ese programa de estudios, tener libros, etcétera. Estaba convencida de que algo así no habría podido pasar en por ejemplo una prisión en Irak, siendo como eran contradicciones propias de una cultura de tradición liberal europea transferida a otro lugar. Al salir el guía nos estrechó la mano uno a uno y creo que esperaba dinero.
Visitamos también la cantera de cal donde trabajaban los presos. Allí el amarillo se hacía blanco y cegaba. Muchos presos tuvieron serios problemas de visión enfrentados a la cal ocho horas día tras día durante años. En el museo del Waterfront vimos también un antifaz de tela, como los que se utilizan para dormir en los aviones, que allí servían para proteger los ojos de las reverberaciones de la cal.

Esa misma tarde después de comer subimos a Table Mountain en un teleférico de paredes de cristal que giraba sin parar aunque muy despacio, para que tuvieras todas las vistas posibles sin moverte del sitio. Veíamos a ratos la ciudad abajo y a ratos la niebla sobre el mar, donde debía de estar Robben Island. La cima de Table Mountain resultaba extraña sobre todo al principio, un poco como de papel maché, con sus caminos de piedra tan bien acabados, extensa y silenciosa a pesar de tener la ciudad pegada a su falda, y es que está tan lejos a lo alto que no es posible escucharla. Al principio todos los que habíamos subido en el teleférico nos mantuvimos unidos como una piña, y parecía que íbamos a estarlo todo el tiempo que pasáramos allí arriba, sin saber muy bien qué hacer con nosotros en aquel lugar único. Luego nos dimos cuenta de todas las posibilidades y nos dispersarnos. Carol y yo nos fuimos andando por el camino que bordeaba la cima llana, y se veían muchas vistas distintas, no recuerdo si en alguna de ellas no había rastro de la ciudad, pero no lo creo porque Ciudad del Cabo era tan extensa que ocupaba la bahía y mucho más. Al cabo de un rato nos sentamos en las rocas e hicimos fotos. Cuando oscureció se encendieron unas luces en el suelo, junto al camino.
Volviendo ya de noche en el teleférico giratorio la ciudad parecía menguada, como si parte de ella hubiera desaparecido del mundo visible por la falta de electricidad, lo que en el siglo XXI y en un país como Sudáfrica significa también no existir en el mundo imaginable.
Al pie del teleférico cogimos un taxi para ir a un restaurante de la calle del hotel, que llamándose Long Street era naturalmente muy larga, y en realidad el restaurante y el hotel estaban muy alejados uno de otro. Nos sentaron en una mesa algo apartada y de fumadores porque no habíamos hecho reserva. Comí unas gambas enormes y destripadas de las que no recuerdo mucho más. El camarero era negro, moderno y de Johannesburgo, con un acento de allí, que era singular dentro de los acentos sudafricanos me dijo Carol. A su acento y a todo lo demás suyo, se superponía su modernidad, dándole un aire cosmopolita, que pensándolo bien y a pesar de esto y aquello se respiraba en general en Ciudad del Cabo. El cosmopolitismo de la ciudad, el restaurante y el camarero se extendía también a dos españolas que había sentadas en una mesa junto a la nuestra, que no se comportaban como turistas sino como si vivieran en Sudáfrica o hubieran pasado mucho tiempo allí. Cuando estábamos acabando de cenar llegó una banda africana, formada por músicos muy pequeños y delgados que tocaban y cantaban algo auténtico pero diluido, y algunos de ellos llevaban una especie de tocado que recuerdo como si fueran plumas de piel roja. Al salir a la calle después de cenar había un hombre negro con una porra en la mano parado delante del restaurante, que no entendimos qué hacía allí y después el recepcionista de noche nos explicó que protegía los coches de posibles ataques.
Volvimos andando al hotel, a pesar de todas las advertencias de que no anduviéramos solas ni de noche ni de día, porque a Carol le pareció que no tenía en absoluto sentido coger un taxi para ir de aquí a allí en una misma calle, siendo como somos las dos dijo de ciudades, Montreal y Barcelona, donde casi siempre es posible andar. Yo no seguía muy bien su razonamiento, no siendo norteamericana como ella y habiendo oído desde siempre lo de “donde fueres haz lo que vieres”, así que no las tenía todas conmigo. Pero no pasó nada. No recuerdo que nos cruzáramos con nadie en los veinte minutos que más o menos tardamos en llegar, aparte de otros guardianes de coches con su porra en la puerta de otros restaurantes.

Al día siguiente hicimos una excursión de cata de vinos. Nos llevaron a los viñedos, que estaban hacia el interior, y en cada parada probábamos distintos vinos, que unas veces eran secos y otras más o menos dulces. En uno de los lugares nos explicaron cómo se obtenía el vino y el origen de los viñedos. Los primeros colonos holandeses se dedicaban al comercio, pero luego Sudáfrica se convirtió en una especie de huerta de Holanda, y llegó un momento en el que la huerta tenía además viñedos. El paisaje era muy distinto de todo lo que yo había visto nunca, y de las personas que hicieron el viaje con nosotros, algunas eran distintas de las que conocía pero otras no tanto. El paisaje era como imagino California, como puede que haya visto California en la televisión tal vez en Falcon Crest. Era un paisaje despejado y en esencia verde pálido, que sin embargo de pronto se hacía más oscuro en los viñedos y en las montañas del fondo. Todo tenía aspecto de nuevo y un no sé qué de artificial, como si la tierra estuviera irrigada (e imagino que lo estaba) y el agua repartida de forma uniforme o al menos racional lo tiñera todo de esa racionalidad impuesta, de modo que a pesar de que era otoño no había gradaciones de color sino sólo contrastes. Precisamente porque era otoño tampoco había flores. Al principio del viaje el terreno era muy llano, luego a veces se elevaba y algunos viñedos estaban en la falda nunca de montañas altas pero sí de colinas.
Viajábamos en microbús. En Sudáfrica hay muchos porque son un medio de transporte público: los puedes parar allá donde estés, basta con hacerles una señal con la mano, y luego te dejan donde tú digas. En realidad sólo viajan así las personas negras, muchas en un mismo microbús. Que eran un medio de transporte público no lo supe hasta después, aunque creo recordar que al nuestro trataron de pararlo alguna que otra vez, pero claro no era público, y seguramente lo supieron en cuanto vieron que casi todos dentro éramos personas blancas y guardábamos las distancias. Delante iban sentados el conductor y el guía, que era de origen inglés y estaba muy metido en su papel: hablaba con todo el mundo y decía cosas como ahora vamos a tener un `momento kodak´ antes de parar para que hiciéramos fotografías. Había también un aprendiz de guía de origen árabe, no recuerdo de dónde exactamente. Durante un rato nos tuvo a todos un poco confundidos porque no entendíamos si era un turista más o trabajaba para la empresa. En el tour había tres matrimonios, uno escocés, uno galés y otro negro sudafricano. Los escoceses eran ya mayores, estaban jubilados y me pareció que eran del tipo de personas que han hecho en cada momento de su vida lo que tenían que hacer y vivían ahora su vejez porque era lo que tocaba en este momento, con sus achaques y limitaciones, pero desde luego nada autoimpuesto. Los galeses eran muy como imagino yo a los ingleses, aunque para estos galeses en concreto era importante no serlo, ingleses quiero decir, y durante un buen rato la conversación giró en torno a cómo ellos habían estudiado en galés. Suele ocurrir que te pareces mucho a lo que no quieres ser y puede que no seas. Eran reservados y se sentían un poco avergonzados de estar en el tour, como lo hubieran estado de estar en cualquier otro, por eso se concentraban en los vinos, en su sabor y su nombre. Estas dos parejas eran de clase media, y es siempre importante aclarar esto cuando se trata de británicos, ingleses o no, porque lo es para ellos y de verdad creen que es algo que casi se lleva en los genes, lo único verdaderamente sagrado, inamovible, como en otros países pudiera ser por ejemplo el proceder de una región geográfica u otra, y a pesar de que en gran medida la clase se haya desvinculado del dinero, e incluso de la cultura. Me di cuenta de eso antes de ir por primera vez a Inglaterra, cuando en The Golden Notebook de Doris Lessing, un médico es working class y él mismo dice que haga lo que haga nunca podrá ni querrá dejar de serlo. Pues bien estos cuatro británicos, aunque no eran ingleses, sí eran de clase media y eso les permitía relacionarse con cualquier otro que lo fuera, sin importar su credo o nacionalidad. Todos lo éramos más o menos, en el sentido en el que ellos entienden el término, y por eso todos pudimos relacionarnos en inglés lo suficiente. También el matrimonio negro sudafricano, que estando donde estaba, en un microbús lleno de personas blancas, cada una en su sitio, ellos sí que tenían que pertenecer a la clase media de su país. La mujer tenía los ojos muy grandes y brillantes y la cara y el cuerpo redondos y plácidos. Una vez, hablando conmigo, me puso la mano en el brazo, como si fuésemos amigas desde hacía mucho tiempo. Llevaba unos pendientes y un anillo de diamantes apiñados, que pueden hacer pensar en un símbolo de estatus pero que sobre el negro de su piel eran mucho más que eso, un verdadero adorno. Tenía un aspecto cuidado: el pelo recogido en un moño y la ropa limpia y nueva, aunque de un estilo indefinido. Sin embargo, no necesitaba ni mucho menos definirse porque todo lo demás, su expresión, su redondez y contundencia, su piel, y sobre ella el anillo y los pendientes, y el país y el lugar en el que se encontraba, también nosotros, todo la definía, y para qué definirse más allá de lo que te define si es algo que siempre limita. Su marido tenía un estómago parecido al del ex presidiario que nos enseñó Robben Island y algo del humor del recepcionista negro del hotel. No recuerdo su cara, sólo la raya de su pantalón azul claro, sus zapatos estilo italiano y que no llevaba calcetines. Él era médico y trabajaba en el sector privado y ella enfermera y trabajaba en el sector público, pero tenía pensado pasarse al privado para poder ganar más dinero. Hicieron preguntas a Carol acerca de Canadá, porque tenían amigos que habían emigrado allí, otros médicos, y ellos lo habían considerado, pensando también en el dinero. Carol les explicó que en Canadá prácticamente no existía la medicina privada y que había médicos canadienses que emigraban a Estados Unidos precisamente porque allí podían ganar mucho más. La mujer sudafricana apenas hablaba, y su marido parecía que lo hiciese por los dos, aunque siempre dando a entender que era ella quien tenía la última palabra y tomaba las decisiones, y se refería a ella en tercera persona como ´el jefe´. Y fue el jefe quien pidió la comida y la bebida de los dos en el restaurante donde paramos a comer, pero era su marido quien hablaba sobre el presente del país comparándolo con un pasado que no parecía tener ya ningún poder sobre él, y su presente claro lo era mucho más que el de los guías negros de Robben Island. El hecho de que él y su mujer estuvieran allí con nosotros les convertía en privilegiados, parte de la élite del país me dijo luego Carol con énfasis norteamericano. Lo que para gran parte de la mayoría negra de Sudáfrica era futuro, para ellos dos era presente: habían estudiado en la universidad, seguramente uno de los pocos puntos de encuentro de la mayoría negra y la minoría blanca, un lugar donde el final del apartheid, la reconciliación debían de tener verdadero sentido, donde esa idea del país que todos compartían se hacía realidad; para los que habían llegado hasta él por supuesto pero allí estaban. No me pareció que hubiera amargura en su voz. Era mucho más joven que Mandela, al que la educación había abierto los ojos a un mundo que le estaba vedado. Este médico y su mujer vieron seguramente desde el principio un mundo a su alcance. Estaba el día a día claro, las pequeñas humillaciones de un mundo disgregado, estaba por supuesto la historia de sus padres, la historia de su infancia, pero siempre estaba sobre todo lo demás el poder de su educación y de las leyes que les permitían hacer uso de ella, para por ejemplo conseguir dinero.
El guía de esta excursión también habló de la reconciliación. Era de origen inglés dijo, y al hablar del presente su tono era un cuarto tono, el del blanco un poco asustado, tal vez de lo que pasó y además de ser acusado de lo que pasó. Era curioso que siendo el tema siempre el mismo, el presente, que siempre dijeran lo mismo y utilizaran las mismas palabras, sobre todo “reconciliación”, era curioso que ese presente fuera cada vez, dependiendo de quién hablaba, un tiempo distinto, y que por eso diera la impresión de que habitaban tiempos distintos. Los guías de Robben Island hablaban del presente desde el presente, pero era como si desde el pasado hablaran del futuro. El médico de nuestra excursión de verdad hablaba en el presente del presente, pero de un presente que era sólo suyo y de su mujer y de pocos más. El guía de origen inglés de la excursión del vino se situaba en el tiempo de otra forma, tal vez en un futuro incierto, en lo desconocido. Y así cada persona hablaba de lo mismo que sin embargo era algo distinto cada vez. Y luego estaba lo que todos, el matrimonio escocés y el galés y Carol y yo habíamos visto, el reparto del espacio de las dos razas, de algunas personas de las dos razas. Se reparte el espacio y se cree que se trata sólo de espacio, pero al hacerlo se reparte también el tiempo, y luego cuando se deshace el reparto del espacio, queda siempre el del tiempo y con él el del espacio. La historia está llena de eso. Pasan los años y las cosas y las personas siguen estando donde estaban cuando tenían que estar allí, aunque ya no haya una razón para ello, y pasa mucho tiempo antes de que todos estén en el mismo lugar y en el mismo momento. Luego están los puntos de inflexión, como las universidades, puede que también otros, en los que la abolición de límites tal vez sea efectiva.
Además de hablar de la reconciliación el guía de la excursión del vino hablaba también de dinero. De lo que ganaba y de lo que costaban muchas de las casas que veíamos, tratando de impresionarnos, pero viniendo de Europa éramos poco impresionables porque ya se sabe que es muy caro comprar cualquier casa allí. Había sobre todo una zona en la costa donde los pisos y las casas eran muy caros desde el punto de vista sudafricano, pero como luego me dijo el señor escocés, que conocía España, recordaba un poco a Torremolinos o Marbella. O al menos eso nos pareció, porque en realidad la niebla cubría casi por completo el paisaje y sólo sobresalían los bloques de apartamentos, que siempre son muy parecidos en todos los lugares de veraneo en los que se ha producido un boom turístico. Lo único que distinguía a estos apartamentos es que parecían estar construidos en un acantilado que terminaba en el mar, por lo que sin niebla si no ellos al menos la vista desde ellos debía de ser espectacular.
Fue este guía también quien nos explicó que los hombres negros que a veces veíamos sentados al sol en el borde de las glorietas de la carretera, por lo general a la entrada de un pueblo, estaban esperando a que alguien viniera a darles trabajo. Eran figuras un poco trágicas, pero no del todo tristes porque lo que eran lo eran de adentro a afuera. No iban vestidos de pintor ni de albañil ni de nada que permitiera una lectura externa, y sin embargo te parecía verles con nitidez en sus sombreros y abrigos negros, chándales rojos y verdes, a pesar de que les quedaban demasiado grandes y eran como de prestado. Se diría, al igual que con sus casas, con todo lo suyo, que no quedaba rastro de la antigua vida de las personas negras, pero estaba claro que ellas, aunque tal vez lo expresaran de otra forma, seguían siendo lo que siempre habían sido. Se movían como eso y se paraban y se sentaban como eso, y, sobre todo, cuando lo hacían a ti te parecía que no estaban de paso y al mismo tiempo que nada podría detenerles. En algunos puntos del campo y de la ciudad su flujo no cesaba: avanzaban campo a través o por los arcenes de las autopistas y los cinturones, a veces los cruzaban o llegaban a ellos a través de las vallas de protección, siempre en varias filas. Casi todos los lugares en Sudáfrica estaban pensados sólo para el tráfico, y eso a veces dificultaba su marcha, pero para ellos no era ni mucho menos un obstáculo insalvable.
En una de las bodegas que visitamos el día de la excursión de los vinos, una chica, que parecía y hablaba como una inglesa pero seguramente con otro acento, nos explicó entre otras cosas aquello de que no podía utilizarse la madera de los robles sudafricanos para fabricar cubas de vino porque crecían tan deprisa que era porosa, mientras que lo que necesitaba el vino era precisamente aislamiento.

El tercer día que pasamos en Cape Town hicimos una excursión organizada por la costa, hasta el Cabo de Buena Esperanza. Esta costa era azul y verde y llana y estaba despejada de niebla y apartamentos, y la guía no habló de política. Todo era de otra forma. Las personas de la excursión también eran distintas. Las distancias entre parada y parada eran mayores y nunca llegamos a acercarnos tanto unos a otros como en la excursión del vino, en la que todos nos sentamos repetidas veces a la misma mesa, y luego estaba el vino en sí, que en principio acerca. En esta segunda excursión conocimos a un matrimonio inglés que vivía en Estados Unidos, a un matrimonio de origen indio de la isla de Mauricio, a un chico alemán y a una mujer inglesa. Fuimos a un jardín botánico que estaba en la ladera de una montaña, donde vimos unos árboles parecidos a palmeras que habían convivido con los dinosaurios. También navegamos en ferry por una bahía rodeada de montañas hasta un pequeño islote, donde había muchas focas que resbalaban hasta el agua y volvían a subir. Cuando llegamos al Cabo de Buena Esperanza nos turnamos para hacernos fotos detrás del cartel con su nombre. Comimos en un restaurante al pie de un pequeño acantilado y luego el chico alemán, la pareja de la isla de Mauricio, Carol y yo subimos hasta la cima. Hacía calor y sol y la luz me pareció como la del Mediterráneo, el agua era muy azul, como suele serlo en una isla o en una cala pequeña, aunque tal vez de un tono más oscuro, y la costa era verde, pero seca, y rocosa. A Alex, el marido del matrimonio de la isla de Mauricio, le gustaba hablar y preguntar y en general estar con otras personas, interesantes o no, o todos lo éramos para él. Su mujer, Marie Cristine, hablaba poco pero él lo hacía por los dos. Me recordaron a la pareja sudafricana de la excursión del vino, sin embargo Alex de verdad hablaba por los dos y la prueba es que no se refería a Marie Cristine como una tercera persona, jefa o no, y cuando decía algo, por ejemplo sobre su isla, luego esperaba a que ella asintiera con la cabeza. Alex trataba a todo el mundo exactamente igual, sobre todo con el mismo interés, aunque parecía no registrar tonos e insinuaciones. El chico alemán en cambio registró el miedo extravagante que tengo a perderme algo, en este caso un animal que todos menos yo habían visto desde el microbús. A mí también me ha costado verlo me dijo. Era alemán del este y estaba en el ejército, pero quería hacerse ingeniero y luego venir a vivir a Sudáfrica. Era alto, delgado y fuerte y hacía pensar en que es una pena dejar de ser joven, aunque tal vez estuviera en él forzarte a pensar cosas de ese tipo y, ahora que ya se habrá hecho mayor puede que haga pensar en lo opuesto, como que la edad no importa tanto después de todo. Estaba en Sudáfrica de vacaciones y haciendo un curso de inglés, y le costaba hablarlo y entenderlo, y puede que le costara o no le gustara hablar en general, pero definitivamente registraba cosas como tonos, insinuaciones e intenciones. Como a otros europeos del este que he conocido, le interesaba el dinero, no sé si le importaba o no, pero desde luego le interesaba y se quejaba de lo mucho peor pagado que estaba cualquier trabajo en el este de Alemania en comparación con el oeste. De los europeos del este me admira siempre su interés por los precios y salarios de otros países, su estar dispuestos a irse a cualquier otro lugar si lo que les cuentan les gusta, ahora que el mundo es todo suyo, su facilidad para reparar electrodomésticos y coches y todo tipo de aparatos, porque es lo que tuvieron que hacer durante mucho tiempo, y un machismo no hiriente porque es un poco antiguo y sin resabio, que colorea a veces lo que dicen pero no tanto lo que hacen. Este alemán me pareció que tenía un poco de todo eso.
La mujer inglesa de la excursión resultó ser profesora de derecho de una universidad de Londres y amiga del primer director de tesis que tuvo Carol en Oxford, donde hizo su doctorado de relaciones internacionales. Tenía el pelo muy rizado y de un color rojizo claro que la hacía parecer muy joven, la piel blanca y tersa y los labios pintados de un tono fuerte. Me hacía pensar en Shere Hite: debía de tener la misma edad que ella en la última fotografía suya que he visto y daba la impresión de pertenecer al grupo de las mujeres capaces de escribir el Hite Report y no al de las mujeres que necesitan leerlo ni al de las mujeres que ni una cosa ni la otra. Nos dijo, a raíz de la coincidencia de conocer al profesor de Carol, que al parecer de cada persona nueva que conoces no te separan más de seis conocidos, es decir que con la intervención de otras seis personas podríais haber llegado a conoceros de todos modos. Luego Carol y yo concluimos que esto tal vez era más probable entre personas que habían estudiado en Oxford y Londres por ejemplo, aunque hubieran llegado allí desde extremos del mundo y luego hubieran vuelto a ellos o a otros, que entre por poner otro ejemplo algunas de las personas negras sudafricanas que habíamos visto, porque naturalmente les faltan puntos de encuentro.
Ese día vimos también pingüinos, que yo nunca hubiera creído que podían vivir en la arena y con ese calor. Algunos estaban mudando las plumas, lo hacen cada año, y entonces eran más suaves y sedosas y de un color gris pálido.

Carol y yo llevábamos el equipaje en el minibús y esa misma tarde nos despedimos y nos dejaron a las dos en un cruce de carreteras donde nos esperaba otro taxi de la compañía de la excursión para llevarnos al aeropuerto de Ciudad del Cabo, desde el que volamos a Johannesburgo. Era un vuelo de dos horas. La cena consistía únicamente en una carne muy seca y el avión se inclinó muchas veces a un lado y a otro antes de aterrizar. Quizá había un motivo para ello porque Carol lo había notado cuando voló por primera vez desde Nairobi, su avión también había hecho escala en Johannesburgo antes de ir a Ciudad del Cabo, y a mí también me había parecido algo así.
De Johannesburgo nos habían hablado tanto y tan mal, que me atraía pero me daba también miedo, porque aunque crea que la inseguridad ciudadana es en determinados lugares una cuestión de perspectiva - si te sientes demasiado seguro, sospechas que a lo mejor no es tan seguro para otros-, a veces se concreta tanto en ti mismo, por hacer que algo muy general e inevitable como por ejemplo el color de tu piel se convierta en algo muy personal y contrario, que de verdad asusta. Llegué al aeropuerto bajo esa impresión, y cuando salíamos se nos acercó un taxista negro y se ofreció a llevarnos al hotel. Era un hombre de mediana edad y llevaba una tarjeta de identidad con una fotografía colgada del cuello por una cinta. Le hicimos un interrogatorio sobre sus tarifas que empecé yo en el tono español de 'un español no es un americano’ y terminó Carol en el más puro estilo americano de película. Él nos enseñó su lista de precios, escrita a máquina, y me pareció que la desconfianza y los interrogatorios formaban parte integral de su vida cotidiana. La entrada en Johannesburgo de noche era como en cualquier ciudad grande: por una autopista, con edificios iluminados aquí y allá. Al despedirnos del taxista en el hotel le pedí su tarjeta. Así que ése fue nuestro primer encuentro con el taxista que unos días más tarde nos enseñaría Johannesburgo a su manera.
En el hotel casi todos los recepcionistas eran negros, y por eso y porque eran extremadamente jóvenes daba la impresión de que eran más como serían si no hubiera otras personas blancas en el mundo aparte de Carol y yo: el ritmo era más lento y las respuestas menos firmes - ni blanco ni negro, aunque tampoco gris.

Al día siguiente muy temprano vino a buscarnos un minibús para llevarnos al Krugel National Park, donde íbamos a pasar cuatro días. El conductor era sólo conductor y no guía. En Pretoria recogimos a una pareja con la que apenas hablamos durante el trayecto, que duró aproximadamente siete horas. Atravesamos así en silencio espacio tras espacio rodeado de montañas. Después en el trayecto final la carretera subía y bajaba de varias de esas u otras montañas. De la vegetación frondosa, surgía un pueblo y después otro y otro, formados por barracas como las de las townships de Ciudad del Cabo, todas minúsculas, de ladrillo o de lata, separadas entre sí también las de cada pueblo por un poquito más de esa misma vegetación. De vez en cuando nos encontrábamos con un espacio vacío en el que se alzaba algo muy parecido a un pueblo de película del oeste. En realidad eran pequeños centros comerciales, cada uno con su supermercado, su pub, su restaurante de comida rápida y mucha gente. Como siempre las personas negras estaban en la calle, charlando y mirando, haciendo vida allí, y dentro de los locales casi todas las personas eran blancas. Esta vez la barrera era más invisible que nunca porque todo parecía más abierto que en la ciudad - se hubiera dicho que era mucho más fácil entrar y salir - sin embargo el tiempo se encargaba de nuevo de separar a unos de otros y las personas blancas no tenían prisa dentro, pero andaban rápido desde su coche o hacia él. Las personas negras vivían su vida misteriosa fuera y las personas blancas la suya oculta dentro y no se sabe qué era en verdad peor, porque ¿cómo se puede vivir sólo dentro o fuera?
Finalmente el minibús se detuvo delante de una casa de madera que estaba en medio de un bosque. Bajo el porche había una mesa larga, también de madera, con dos bancos y perpendicular a ella otra mesa más pequeña con un mantel, comida, platos y cubiertos. De pie junto a esta mesa había un hombre con barba que se llamaba Barry, era inglés y vivía en Londres. Enseguida apareció su mujer, Francoise, que era francesa y muy guapa, aunque de entrada no te dabas cuenta. Resultó que la pareja que habíamos recogido en Pretoria, estaba también formada por un inglés y una francesa, Paul y Katrina, que sin embargo vivían en París y eran más jóvenes que Barry y Francoise, y casi opuestos a ellos en muchas otras cosas.
Conocimos además a nuestros guías, Ian y Burt, que eran el epítome de un determinado tipo de hombre que es “el hombre” cuando se piensa en él como recipiente sólo de atributos masculinos, aunque ahora ya se sepa que nada puede ser sólo esto o aquello sin ser además simbólico o político. Pero sea como sea, ellos tenían la voz grave y una forma de ocupar el espacio y moverse en él desaparecida en mi mundo de diario, como apoderándose de él y de todo lo que contenía, y por eso tan sensual más allá de gustos y de tipos. Sólo recuerdo haber tenido esa misma sensación con un americano que conocí en Inglaterra, Cary, que precisamente acababa de volver de África, donde había vivido mucho tiempo. Aparte de eso Ian y Burt eran en realidad muy distintos uno de otro: Ian era de origen afrikaan y Burt de origen inglés, y eso en sí mismo creo que era ya muy importante porque en los libros de Doris Lessing los ingleses sienten cierto desprecio por los afrikaans, que son menos cultos, un poco salvajes - los ingleses de sus historias suelen ser militares, funcionarios, dueños de granjas, y los afrikaans, sus empleados en el campo, con alguna habilidad por lo general relacionada con los animales o la tierra y algo de resentimiento. Sin embargo era Ian quien estaba a cargo, porque Burt era más joven y estaba aprendiendo, y de todos modos no parecía importarle en absoluto.
Después de comer nos montaron en un jeep muy grande y abierto con nuestras maletas y mochilas y emprendimos la marcha. Conducía Ian, primero por una carretera de tierra, luego por una carretera nacional y finalmente por otra carretera de tierra, en la que a un lado podía verse a unos leones blancos que parecían estar en una libertad relativa, aletargados al sol y, si hubieran sido hombres en lugar de leones, tal vez hubieran estado esperando a que algo concreto ocurriera, como por ejemplo a que alguien les trajera comida, pero siendo leones su espera te parecía más difusa. Yo creía que todo sería así, animales en pseudocautividad, pero no.
Por fin llegamos al campamento en el que íbamos a pasar la primera noche. Estaba formado por varias tiendas de campaña grandes y verdes, que parecían militares. También había un círculo de piedras en el que se podía encender una hoguera, rodeado de otro círculo de troncos de taburete. Sobre todo había un lavabo a cielo raso. Se entraba por una puerta abierta en una valla de bambú y se seguía por un pasillo largo, también entre vallas de bambú, hasta llegar a la taza, que en realidad no era una taza, sino una especie de trona con un agujero en el centro y una tapa. No tenía cadena y debajo había un tanque aséptico. Era extraño sentarse allí en medio de la nada, como fuera del mundo, pero tan seguro, tan protegido de todo por las vallas, por el largo pasillo, el primitivo cerrojo de la puerta, y al mismo tiempo mirar hacia arriba y por fin ver el mundo en el que ya no se está. La ducha estaba en un recinto aparte, sin pasillo, pero también a cielo raso. Por la mañana mientras amanecía me di una ducha de agua fría, muy rápida pero indescriptible.
Antes de la noche, el lavabo y la ducha, conocimos a tres personas más que llevaban ya dos días de safari: una pareja de australianos, Leslie y Charles, que estaban en su luna de miel, y un chico holandés joven, de entre veintisiete y veintiocho años, Mies, muy alto y con gafas. Los tres eran rubios, tenían la piel dorada y daban la impresión de ser una familia bien equipada: llevaban pantalón de safari, botas combinadas de hiking y jogging y una camiseta de algodón 100%. Además los tres estaban en perfecta forma física, aunque cada uno a su manera: Mies, el chico holandés, era un poco desgarbado, y la pareja de australianos, tan compenetrada en su estar en forma que, a pesar de no parecerse, él se había convertido en el hombre que ella hubiera sido y ella claro en la mujer que hubiera sido él. El viaje de bodas de los dos australianos consistía en una vuelta al mundo en tres meses. Me impresionó mucho de ellos que viajasen con sólo una mochila cada uno, no demasiado grande ni llena, y que tuvieran en cambio siempre un aspecto tan limpio y cuidado. ¿Lavaban la ropa cada vez? ¿La tiraban y la compraban nueva? Carol y yo, en cambio, viajábamos cada una con su maleta. La mía era demasiado pequeña para un viaje que quizá no era muy largo en su conjunto, pero en el que íbamos hacia atrás y hacia adelante y era largo cada vez - el viaje en avión desde Europa, el viaje de Ciudad del Cabo a Johannesburgo y de Johannesburgo al Krugel Park, de forma que acababas siempre tan lejos de donde habías empezado y en una situación tan distinta - y además estaban siempre esos viajes en el tiempo de otros. La maleta de Carol era por el contrario demasiado grande y estaba demasiado llena. La había hecho como yo le había visto hacer sus mochilas, no extendiendo la ropa sino empujándola dentro.
Era incongruente ver a Ian y Burt cargando cada uno con una maleta negra de ruedas, tanto que el tamaño de nuestras maletas dejaba de importar. En parte porque ellos eran o parecían tan grandes - más grandes que la vida que conocemos misma - que así, a primera vista, era imposible decir cuál de los dos llevaba la maleta de Carol y cuál la mía. No les recuerdo llevando las mochilas de los demás e imagino que no lo hicieron, que lo de nuestras maletas era algún tipo de gesto de caballerosidad.
Carol y yo íbamos a dormir en la tienda en la que Mies había pasado la noche anterior, en un extremo del campamento, y él nos explicó que un animal que primero oyó merodeando por allí luego se había apoyado en la tienda. Cualquier otro podría haberlo inventado para asustarnos, pero él estaba claro que no y daba miedo pero también tranquilizaba un poco saber que un animal podía apoyarse en tu tienda por la noche sin que por ello pasara nada.
Ese mismo día, después de cenar y cuando ya había oscurecido, hicimos la primera excursión. Íbamos en un jeep pequeño que conducía Ian. Burt llevaba una lámpara muy potente, que iluminaba el camino hacia adelante y los arbustos que había a un lado y a otro. Ian y Burt apenas hablaban, sólo lo justo entre ellos, y parecían entenderse sobre todo con miradas y gestos. Carol dijo, y Paul estuvo de acuerdo, que con toda seguridad Ian y Burt antes de dedicarse a los safaris fotográficos habían sido cazadores de verdad. Y si lo habían sido o no, y aunque ya no lo fueran, sí eran desde luego parte de un mundo primitivo en apariencia y todas las incoherencias de nuestro mundo actual, como el que ya no cazamos lo que comemos, etcétera, allí adquirían dimensiones mucho mayores, y ellos, Ian y Burt, habían dejado de ser sólo cazadores para convertirse además en esencia también en la pieza cazada. Barry dijo que estaban muy tensos y que la sensación de acoso que transmitían se debía a que a la fuerza tenían que enseñarnos animales porque ésa era la idea principal del safari, y que esos animales se movían en total libertad por la reserva, por lo que debían seguirles la pista como si fueran a cazarlos pero sin hacerlo, y así puede que si tenía que haber finalmente una pieza cobrada, al menos de forma simbólica, esa pieza fueran ellos mismos. Por supuesto no era tan sencillo porque Ian y Burt llevaban varias pistolas y cuchillos sujetos al cuerpo con cintas de cuero, lo que podría ser parte de un disfraz, pero de verdad daban la impresión de estar dispuestos a disparar al animal que fuera en un momento de peligro.
Esa noche seguimos el rastro de un leopardo, pero yo no lo supe hasta que no lo vi saltar pequeño sobre el capó del jeep, que Ian había detenido, y luego a los arbustos del otro lado a la luz de la lámpara que llevaba Burt. Hace poco he leído que los rangers, que es lo que resultaron ser Ian y Burt, conducen continuamente por las reservas para que los animales se acostumbren a los coches y a las luces.
Aquella noche que yo sepa ningún animal se apoyó en nuestra tienda pero escuchamos rugidos de león, o al menos eso es lo que Ian y Burt dijeron que habían sido al día siguiente. Barry les preguntó qué podías hacer si te encontrabas cara a cara con un león por la noche camino del lavabo y ellos respondieron que devolverle el rugido, lo que en su caso hubiera parecido ciertamente una reacción normal, pero en el de todos los demás no tanto, y más en el de unos que en el de otros, porque si todos somos diferentes en muchas cosas, una de ellas puede ser vi claro entonces nuestra forma de enfrentarnos a un león.
Ese mismo día por la tarde nos trasladamos con el equipaje a un nuevo campamento que no lo era exactamente en el que pasamos el resto de los días del safari. En este nuevo campamento, en lugar de tiendas de campaña, había bungalows pequeños dispuestos de dos en dos en la ladera de una colina. En la cima estaba la casa principal con la cocina, rodeada de un huerto. Había un bungalow por pareja, y eran todos exactamente iguales, excepto por su situación claro, hasta el punto de que una vez me confundí de bunlgalow y abrí la puerta del de Francoise y Barry, pero por suerte no estaban dentro.
En las excursiones que hicimos los días que pasamos allí salíamos muy temprano en el jeep grande, que tenía tres banquitos de tres espacios cada uno. Delante iban siempre Carol, Barry y Francoise, y esto sin ser importante era sin embargo significativo; también que en el segundo banco se sentaran Leslie, Charles y Mies y en el último, Paul, Katrina y yo. El jeep estaba cubierto por un toldo que nos protegía del sol que hizo todos esos días. Primero hacíamos siempre un recorrido relativamente largo con el jeep hasta un lugar donde Ian y Burt sabían que había esto o aquello. Luego conducían muy despacio hasta encontrar las huellas de lo que buscaban, detenían el coche y seguíamos la pista del animal a pie, yo casi siempre sin saber cuál era. Andábamos en fila india para no espantarlo. Ian siempre iba a la cabeza, a veces seguido de Burt, que sin embargo otras veces iba de avanzadilla o seguía nuevas pistas. En cuanto podía me colocaba detrás de ellos porque me divertía ver mi propia sombra en la tierra polvorienta siguiendo a la suya. Como en una película de Tarzán pensaba, aunque yo ya demasiado tarde y por tanto siendo demasiado otra cosa de la que imaginaba podría llegar a ser cuando con once o doce años veía las películas de Tarzán en televisión. Sólo habiendo sido parte de África desde siempre se puede ser parte de África. Casi lo contrario que ser parte de América, y a pesar de las similitudes obvias en términos de espacio. Y luego está la cuestión de qué es siempre, ¿que a ti te parezca siempre o que necesites convencerte desesperadamente de ello? Y eso es tal vez África en parte, a lo mejor también América, alguien tratando de convencerse desesperadamente de algo, de la reconciliación y de otras cosas, como por ejemplo de que de verdad se es africano; sobre todo si se es de origen inglés u holandés, tras varias generaciones de haberse considerado esta otra cosa y haber apelado a la fuerza para convencer a los demás de que no ser africano era precisamente lo que te situaba más allá del bien y del mal. Viniendo de Europa, o de cierta parte de Europa, toda pasión por convencer o convencerse siempre impresiona, tan convencidos como estamos nosotros de todo, de nuestros derechos que ya casi no nos hace falta ejercerlos, y de que es posible dialogar que para nosotros ya no tiene sentido hacerlo.
En los días que pasamos en la reserva con Ian y Burt vimos de paso sobre todo jirafas de ojos y pestañas enormes y bucks, que son una especie de ciervos. Había además unos jabalíes pequeños, en grupos de siete u ocho, que se movían con mucha prisa, y al levantar algunas piedras arañas peludas de color amarillo, todas de la misma especie. Pero lo principal fue que Ian y Burt nos enseñaron a los leones. Los leones estaban tumbados en un campo de hierba alta, descansando pero claramente alerta. Nos habíamos acercado muy despacio y como siempre en fila india, aunque sabíamos que nos habían visto o sentido. Yo a ellos desde luego los sentí más que los vi. Cuando habíamos salido de su entorno y no conteníamos ya la respiración, Ian y Katrina volvieron ya que Katrina no había conseguido verlos y nada tenía sentido si no veíamos a esos leones, precisamente porque no estaban allí para que los viéramos. Lo que yo vi entre la hierba alta y verde, que no recuerdo en ningún otro lugar, fue durante unos instantes un trozo de león de color beig, me pareció que la cabeza. En realidad había dos leones, un león y una leona supe después, y al león lo vimos un rato más tarde y desde mucho más lejos al completo, bebiendo de una charca. Ese mismo día vimos también como una cobra engullía a un pájaro que parecía una picaza. Ian detuvo el coche al ver a mucha gente alrededor de un árbol, mirando hacia su copa, y es que la serpiente y el pájaro estaban en una rama muy alta. Casi todos tenían prismáticos, todos en nuestro grupo excepto Carol y yo. No habíamos metido los prismáticos en la maleta porque nuestros planes de viaje habían sido más inciertos que los de los demás, y además como ya he dicho teníamos motivos propios para viajar a Sudáfrica, en parte ajenos a Sudáfrica misma. Pero ahora estábamos allí bajo el árbol y, como todos, queríamos ver de cerca lo que ocurría allá arriba. Katrina y Paul nos pasaron sus prismáticos y pudimos ver bien a la cobra de cuya boca sobresalían las alas enormes, negras y blancas, del pájaro, que iban desapareciendo pero muy despacio. La muerte en directo: mucho más fácil de ver allá arriba que los leones de unas horas atrás, que ni mataban ni morían, sencillamente estaban vivos para nosotros y nosotros para ellos. La serpiente y el pájaro estaban absortos en su vivir y morir, y su absoluta falta de interés en todo lo demás hacía que al cabo de un rato nosotros perdiéramos también un poco de interés en ellos y luego más y más.
Esa noche, la del día de los leones y la cobra y el pájaro, Ian y Burt parecían mucho más relajados. De vuelta al campamento pararon el jeep en medio de la nada de la sabana y bajamos con una nevera portátil llena de latas de cerveza que bebimos allí, a ratos de pie, a ratos en cuclillas, mientras anochecía.
A un costado de la casa principal del campamento había una chimenea rodeada por un semicírculo de bancos de piedra. Todas las noches, después de cenar, nos sentábamos en los bancos, hablábamos y chamuscábamos melaza hincada en el extremo de un palo y la comíamos. Yo ese día de experiencias acumuladas me fui a acostar antes que los demás porque quería leer y descansar un rato de ellos. Cuando Carol volvió al bungalow me dijo que esos tipos, refiriéndose a Ian y Burt, eran unos racistas: decían que el apartheid había sido una buena idea y sólo había fallado su puesta en práctica, que no había estado a la altura ¿de la idea? En una exposición que el CCCB hizo del apartheid en el 2007, me enteré de que la población negra de Sudáfrica, que representaba el 80% de la población total, vivía en tan sólo el 8% del país, ¿y era eso parte de la puesta en práctica de la idea o parte de la idea misma? Sin embargo lo que de verdad siempre sorprende es lo fácil que es tener ideas, otros tipos de ideas, pero también ideas como ésta, porque la realidad debía de estar detrás de ella, como quién hacía qué, quién ganaba qué y quién decía qué, pero de hecho trazar la línea e ir más allá de aceptarlo como una cosa hecha y desear perpetuarlo, ¿por qué es sólo una idea y mucho más al mismo tiempo?
Todas las noches que pasamos en la sabana nos sentamos alrededor de algún fuego al aire libre, que en el primer campamento había sido la hoguera rodeada de troncos cortados y en este segundo campamento era la chimenea rodeada por el semicírculo de bancos de piedra, y hablamos de distintas cosas, como aquel día del apartheid, pero también de otras. Un día hablamos de Eastenders, que es una serie inglesa que llevaba, e imagino sigue llevando, casi cuarenta años en pantalla, pero que al parecer nadie veía, sólo yo, y según Peter, un inglés de Oxford, también Dashimaro, un maestro zen japonés que vivió un tiempo en Inglaterra y estaba alcoholizado. Peter entendía que estuviera alcoholizado pero no que viera Eastenders, y en mi caso no importaba tanto. Barry, siendo inglés claro renegaba también de Eastenders, pero yo con Eastenders aprendí cosas como "(I'll) put the kettle on" (“Enciendo la tetera”), que siempre precede de obra y a veces también de palabra al té inglés, y en cambio parecen mantener en secreto los ingleses, o al menos ni la frase ni la idea se ve en los cursos de inglés, y tal vez eso era lo que nos atraía a Dashimaro y a mí de Eastenders: ser testigos de algo así como una cultura en su intimidad, de su antes y después del té. Sea como sea lo que más nos interesaba en ese momento a todos los que estábamos allí en la sabana era Sudáfrica, comprobar por nosotros mismos lo que habíamos oído y leído. Era sólo que una vez allí, una vez en cualquier sitio, se perdían esas dos dimensiones y se ganaban muchas otras que se agolpaban. Estaban naturalmente Ian y Burt, que a mí me habían parecido únicos en el mundo y tan bien definidos en su diferencia de nosotros y cada uno del otro, pero que un día nos llevaron a uno de los centros comerciales que habíamos visto camino del parque Krugel, que consistía como todos en una calle polvorienta de western, con su supermercado, sus otras tiendas y su pub, y resulta que rebosaba de rangers, de hombres en suma idénticos a ellos, a Ian y Burt, vestidos como ellos, que sobre todo se movían igual, y que tal vez incluso pensaban lo mismo, o puede que no. Además en ese pueblo vimos aparcado un camión descubierto lleno de guardias de seguridad negros, cada uno con una metralleta. No por primera vez pero con más claridad que nunca me sorprendí pensando en el horror que también debía de haber sido la vida de las personas blancas en la Sudáfrica del apartheid, no menos por ser un horror que algunos de ellos sentían que tenían que perpetuar para su tipo de supervivencia: los guardias de seguridad y las alambradas que todavía se veían alrededor de las casas, y un estar seguro sólo dentro de algún tipo de prisión. Al final una confusión terrible entre dentro y fuera. Por otro lado ser negro debía de haber sido no estar seguro casi en ningún sitio, lo que siempre da más libertad y obviamente la esperanza y el deseo unívocos de que todo cambie.
Los días que pasamos en la sabana nos levantábamos muy temprano, creo recordar que a las cinco de la mañana, y desayunábamos tostadas y cereales. Salíamos de safari en el jeep, volvíamos aproximadamente a las once de la mañana y desayunábamos por segunda vez, ahora un English breakfast, con huevos, tostadas, tomates y bacon. Nos íbamos de nuevo y regresábamos alrededor de las cinco de la tarde para cenar, por lo general algún tipo de estofado. A veces salíamos en el jeep también después de la cena y luego ya volvíamos definitivamente para pasar la noche. Lo último que hacíamos todos los días antes de acostarnos era comer la melaza chamuscada alrededor del fuego. La cocinera, cuyo nombre intento recordar sin conseguirlo, era negra y vino con nosotros de un campamento a otro. El último día Carol se encargó de recoger una propina para ella y cuando se la dio la abrazó y lloró de alegría. Es precisamente ese poder de hacer llorar a alguien, ya sea de alegría o de cualquier otra cosa, lo que verdaderamente hace que los lugares y los sucesos y los discursos sean anacrónicos hacia atrás en el tiempo. También el poder de cambiar las cosas es anacrónico, aunque hacia adelante en el tiempo, y finalmente siempre hay que esperar a que el tiempo todo lo cure, el anacronismo hacia atrás y el anacronismo hacia adelante. Pero cuando se habla así se está pensando en un tiempo a su propio ritmo, que es más lento que el que se cuenta en años y meses, más como el que se cuenta en horas, minutos y segundos. Dicho esto hay que reconocer que el poder de hacer llorar puede no ser anacrónico en ninguna de esas direcciones, puede ser atemporal y universal, en Sudáfrica y en cualquier otro sitio: al taxista de Johannesburgo a fin de cuentas le había herido nuestro interrogatorio, tal y como yo había pensado que podría ser. Pero Johannesburgo vino después, primero nos despedimos de Ian y Burt, de Barry y Francoise y de la pareja de australianos.

Volvimos a Johannesburgo por donde habíamos venido, y seguramente con el mismo microbús y el mismo conductor, Paul y Katrina, Carol y yo, y ahora también Mies, que iba a Pretoria, en cuya universidad nos explicó que había pasado varios meses como parte del programa de su tesis doctoral. Cuando le preguntamos que qué tal en Pretoria nos respondió que bien, y daba la impresión de ser una de esas personas a las que difícilmente puede parecerles que las cosas van muy bien o muy mal, como si no tuviera ese tipo de imaginación, o como si nunca esperara que nada fuera a ser de esta o de aquella forma y careciera en suma de puntos de referencia, que la verdad es que casi siempre son un engorro. Después de dejar a Mies en Pretoria llevamos a Paul y a Katrina a su hotel, siguiendo nuestro orden de aparición a la inversa. La última parada fue la de Carol y mía, en el Holiday Inn de las afueras de Johannesburgo.
Nada más llegar llamamos al taxista negro que nos había traído del aeropuerto en nuestra primera llegada y acordamos que vendría a buscarnos al día siguiente por la mañana, para darnos una vuelta por la ciudad. Esa noche Carol y yo nos aventuramos fuera del hotel y fuimos andando por el arcén de una autopista de entrada a la ciudad hasta un centro comercial cercano con un cine multisalas, en el que vimos una película tipo The Bourne Identity. Ver una película como ésa puede ser en sí mismo superficial, pero en cambio la necesidad de verla es precisamente una cuestión de profundidad, de en qué grado Norteamérica se superpone a tu espacio vital: sólo como un barniz o como una capa mucho más espesa, o si lo es incluso todo y la llamas home, como Carol, y entonces películas como ésa tienen el poder de hacerte ir a un sitio en lugar de otro, a Sudáfrica de todos los posibles lugares de África, encuentres o no después cosas más importantes que hacer o en las que pensar.
Al día siguiente vino a buscarnos el taxista con su taxi y lo primero que hicimos fue subir a una colina llena de casas enormes a pesar de la cantidad de espacio que había entre ellas. Nos explicó en un inglés algo roto la historia de una diosa que creo que tenía que ver con cómo empezó todo en Sudáfrica. La historia fue y vino un rato hasta que una cierta calidad en la forma de escuchar de Carol a los hombres que siempre van a tener algo que decir la acabó del todo sin final.
Luego ya en un tono más descriptivo nos llevó al centro de la ciudad, que bullía pero de una indiferencia extraña: los edificios, las personas y las cosas parecían amontonarse unos ajenos a otros, como reunidos allí sólo por una fuerza de imán que los atrajera más allá de la voluntad de las personas y la utilidad de las cosas. El taxista nos explicó que los hoteles habían sido abandonados porque nadie quería alojarse en el centro. Los demás edificios no se sabía bien qué eran, pero nadie entraba ni salía de ellos, tampoco se veía a nadie dentro y tenían un aire de sólo haber sido. Las aceras estaban llenas de tenderetes de muchos colores y las personas se agrupaban, de pie o sentadas, delante, detrás de ellos, entre ellos. Eran todas negras e iban vestidas también de muchos colores. Reían, hablaban y gesticulaban, pero no parecían moverse en ninguna dirección: no claro hacia adentro y hacia afuera, tampoco calle arriba y calle abajo, parecían sólo estar allí, haber hecho de estar allí su vida.
La indiferencia se extendía a nosotros, que pasábamos dentro del taxi, y todo daba así la impresión de no ser parte de nada más que de sí mismo y naturalmente de la escena, y sólo te llamaba a acercarte querer, si querías, verla más de cerca.
Pero esto era una calle. De pronto estábamos en otra calle distinta. Los edificios habían perdido todo su protagonismo y las figuras humanas que ahora lo acaparaban aparecían sin embargo mucho más dispersas. Avanzábamos muy despacio encerrados dentro del taxi, y a ambos lados, a veces porque se habían apartado para dejarnos pasar, había sólo hombres negros, jóvenes, vestidos de blanco y negro y colores neutros. Se había perdido algún tipo de intensidad y se tenía la impresión de que en realidad esta calle había estado imbuida en la primera, de que había estado siempre allí, de que estos hombres habían estado siempre allí, pero que sólo cuando todo lo demás, en especial el color, había desaparecido, ellos se habían hecho visibles. Además esta impresión se alimentaba de un nuevo tipo de intensidad, porque los hombres nos devolvían la mirada, incluso la sostenían, y ahora parecía imposible que la indiferencia de la primera calle, que se extendía a lo foráneo, a lo poco que en ella parecía estar de paso, a nosotros y nuestro taxi, pudiera haber sido tan absoluta y que por tanto ellos, estos hombres, no hubieran estado ya allí.
El taxista, que en todo momento nos ofrecía el contrapunto de la escala humana, nos explicó que las personas que habíamos visto, que veíamos aquí y allá, no eran una misma cosa y que por ejemplo los hombres de esta otra calle en concreto eran traficantes de drogas y habían venido de otras partes de África. ¿Y cómo sabía que no eran sudafricanos? Por la forma del cráneo, y en su caso éste era el conocimiento más natural del mundo y no, como hubiera sido en el caso de otros, adquirido por ejemplo en uno de los libros de clasificación de las razas de África a los que eran tan aficionados los científicos europeos de la era colonial, o en mi caso a través del álbum de cromos de las razas del mundo que hacía cuando tenía seis o siete años.
Su forma de hablar, la del taxista, no dejaba lugar a dudas en cuanto a su propio origen sudafricano. No podría describir su cráneo, pero era un hombre corpulento y no muy alto y tenía una cojera pronunciada. Carol le preguntó a qué se debía y él le explicó que se había caído jugando al fútbol cuando tenía quince años y que nunca le había atendido un médico, así que la fractura había seguido su curso natural.
Cuando ya llevábamos un rato dando vueltas en el coche por las calles de la ciudad, nos paramos delante de un edificio muy alto, si no de la primera calle de una muy similar. De este edificio sí salían y entraban personas, que eran siempre grupos de turistas blancos con un guía negro, como nosotras con el nuestro. Nadie llevaba bolso porque en Johannesburgo es mejor que nada que pueda ser robado sobresalga del cuerpo. Subimos a lo alto del edificio en un ascensor. En el piso de arriba había un bar en un extremo y, dispersos, varios grupos de personas como los que habíamos visto salir del edificio. Todo el recinto estaba rodeado de una cristalera y se veía la ciudad extendiéndose en esta dirección y en aquélla, y en una de las direcciones al fondo estaban las minas de diamantes de Johannesburgo, que habían concentrado gran parte de su actividad en el pasado, pero el taxista nos dijo que ahora algunas estaban cerradas.
Se acercaba la hora de comer y él quería llevarnos a un restaurante de Soweto, el barrio en el que había vivido Nelson Mandela antes de ir a prisión. Primero dimos una vuelta en el coche por el barrio. Soweto me pareció sin duda lo más orgánico de la ciudad, tal vez de Sudáfrica, con sus casitas aquí y allá, en construcción aquí y allá, claramente concebidas y construidas por alguien dispuesto a vivir dentro. Soweto es la única parte de la ciudad que puedo imaginar en este momento distinta a como yo la vi, y tomándolo como punto de partida es fácil convencerse de que las demás partes de la ciudad hayan cambiado también a la fuerza, aunque haya sido sólo por ejemplo en un disminuir del número de personas alrededor de los tenderetes del centro, o si el número se mantiene en un circular de esas mismas personas en esta o aquella dirección, yendo o viniendo por fin de algún otro sitio, de Soweto o similar.
El restaurante de Soweto ocupaba una casa de una sola planta, situada al final de una cuesta abajo y formada por varios cubos desiguales de color amarillo terroso. En la puerta había un cartel de Coca-Cola. Dejamos el taxi aparcado junto al camino y anduvimos el tramo hasta el restaurante. A un lado y a otro había varios hombres negros jóvenes que con mucha amabilidad se turnaban para acercarse y preguntarnos cosas, como que de dónde veníamos, qué hacíamos allí y si nos gustaba Sudáfrica. Dentro el local era grande aunque no espacioso. Cada uno de los cubos que habíamos visto desde fuera era una habitación. Por primera vez en Sudáfrica la mayoría de los clientes del restaurante eran negros. Eso sí casi todos eran hombres y muchos iban vestidos de ejecutivo, en blanco y negro y gris. Así que no se tenía ni mucho menos la sensación de haber encontrado por fin lo auténtico, aquello con lo que en teoría sueña todo turista, ese lugar hipotético en el que los nativos de medio mundo estarían, lo que serían, si éstos o aquéllos, no hubieran irrumpido en el curso de su historia, que visto así sería en realidad un bloque de hielo más que un curso, aunque pudiera decirse que muy auténtico. En aquel restaurante de Soweto la impresión que se tenía era más bien la de haber dado finalmente con personas que no habían llegado allí en un viaje a través del tiempo, como tantos otros en tantos lugares y momentos de Sudáfrica, sino que habían llegado, yendo sin proponérselo a nuestro encuentro como nosotros al suyo, en el transcurso de mucho tiempo real, de toda una vida. En la última habitación cubo, que estaba al fondo a la izquierda, había varias mesas con los platos del bufet libre del menú. Se trataba sobre todo de estofados de distintos tipos y carnes. En lugar de sillas había sofás, cada uno con una mesa baja de café delante. Carol y yo llenamos nuestro plato de distintos guisos y nos sentamos en una de las mesas. Un camarero negro, pequeño y simpático tomó nota de las bebidas. El taxista dijo que prefería esperar porque sabía que de un momento a otro iban a sustituir la comida por otra recién hecha, y pasó un rato hablando con varios clientes y camareros, aunque finalmente se sentó solo y un poco ausente en la esquina de una de las mesas. Cuando repusieron la comida del bufet, llenó un plato y volvió a sentarse en su rincón. Se concentró en comer su comida y parecía cada vez más taciturno. Yo pensé que era porque el día se acababa y él se iba apagando poco a poco con él, pero no. De vuelta en el coche nos espetó de pronto que cuando nos encontramos por primera vez en el aeropuerto, habíamos desconfiado de él, sobre todo Carol dijo. Yo había pensado entonces lo acostumbrado que debía de estar este taxista a que desconfiaran de él, pero ahora parecía si no enfadado al menos dolido, y que él fuera como se es nos unía pero como es natural en ese momento también nos separaba. Al despedirnos le dimos una propina que casi doblaba el precio que habíamos acordado inicialmente.
Después ya lo único que nos quedaba en Sudáfrica eran la noche y la mañana siguiente en el hotel. Desayunar en el self-service fue lo último que Carol y yo hicimos juntas porque ella se marchó poco después. Mi vuelo salía unas horas más tarde, así que pasé un rato sentada junto a la piscina y luego me centré en no perder el shutter que iba al aeropuerto a la hora correspondiente a mi vuelo. No era tan fácil como pudiera parecer porque de los recepcionistas negros me separaba el mostrador de recepción pero también un no entender lo lejos que estaban dispuestos a ir para hacerme saber esto o aquello. Carol había identificado la vaguedad de sus respuestas como que te decían que sí a todo, tal vez no cuando era seguro que no, pero sí cuando a lo mejor era que no. Tampoco tenía claras qué otras indicaciones podría haber, como por ejemplo si el conductor vestido de conductor aparecería en la puerta, haría un llamamiento general, etcétera. Pero el shutter lo reconocí en cuanto llegó a través de la puerta transparente, y el conductor que bajó de él supo enseguida que yo lo estaba esperando porque verdaderamente ¿qué otra cosa podía estar haciendo allí con mi maleta, tan cerca del mostrador de recepción?

Mi compañero de asiento en el avión de vuelta resultó ser un cazador de verdad que no había dejado de serlo: era guía de safaris de caza de los cinco grandes que son los leones, leopardos, elefantes, rinocerontes y búfalos. Tal vez no de todos ellos, me dio su tarjeta pero la he perdido. Este ranger cazador iba a Suecia a captar clientes para sus safaris. Era tan rubio y exuberante como Ian y Burt. Durante el vuelo pidió un whisky tras otro a la azafata y el motivo resultó ser no que se sintiera de vacaciones sino que le aterrorizaba volar. Mi instinto era el de cogerle la mano y tranquilizarle, pero en realidad este impulso no era del todo nuevo, ya lo había sentido con Ian y Burt: un gesto, el de cogerles la mano, tan insignificante en sí mismo frente a tanta exuberancia natural y en cambio sabías que con ellos, tal vez precisamente en razón de su grandeza, tranquilizarles o no era una cuestión de vida o muerte.

Lo último que he sabido de Sudáfrica es que una persona, probablemente blanca o negra, estaba utilizando mi tarjeta de crédito allí, sin mí se entiende. Lo que se entiende menos es que lo estuviera haciendo también sin mi tarjeta. Me llamó una voz de mujer del departamento de seguridad del banco y me preguntó si daba mi autorización para varias compras que se estaban efectuando con mi tarjeta en distintas tiendas de Sudáfrica. Le respondí que no porque yo no estaba en Sudáfrica sino en Italia. Lo primero que se me ocurrió es que había perdido la tarjeta y alguien se había ido con ella a Sudáfrica, pero cuando llegué a casa (la llamada la recibí en el coche camino de Mantua) la tarjeta estaba todavía allí. Antes de intentar utilizar la tarjeta de forma “presencial” (como lo describió la voz de seguridad del banco), es decir en persona en la tienda, habían realizado una compra con ella por Internet en EEUU por valor de 1.170 euros, otra por valor de 250 y luego dos gastos más muy pequeños, correspondientes a dos cafés. Cuando puse la denuncia, el mozo de escuadra de la comisaría no creyó que hubieran duplicado mi tarjeta cinco años antes, durante mi viaje, pero no estaba seguro.

Thursday, 1 July 2010

Y en Barcelona...

la promesa de todos los principios de verano: más calor que ayer pero menos que mañana.

On top of which, we have brand new traffic lights: as usual cactus like, but extra extra flat (yes, any excuse to show the views):

Tuesday, 22 June 2010

Hoy las farolas de Luxemburgo estaban encendidas de día...

Esperemos que también las enciendan de noche (qué tontería, ¿por qué no iban a hacerlo?).

Thursday, 17 June 2010

Mi foto de la semana, y probablemente del mes y del año, me temo (Trier 2010)

El miércoles fui a la ciudad alemana de Trier y saqué esta foto. Está hecha desde la terraza del café de sillas verdes que hay en el el Kurfürstlicher Palais, el jardín del palacete rococó junto a la Konstantinbasilika, la basílica construida por los romanos. Hacía sol, pero también un poco de viento. Además, el parque es antiguo y sus sombras son extensas. Por ejemplo, se puede recorrer el camino desde el palacete hasta el café sin dejar la sombra de los árboles que hay a lo largo del estanque. Estuve sentada en la terraza del café un buen rato. Tomé un trozo de pastel de queso con mandarinas enorme y un capuccino que parecía minúsculo a su lado. Luego llegó un grupo grande de jubilados. Todos pidieron copas de helado y, mientras lo comían, uno de ellos decía a los demás en alemán el nombre de los árboles que daban sombra a la terraza. Solo pude entender que uno de ellos era un plátano.

Thursday, 22 October 2009

Hay que ver cómo nos movemos

He pasado estas dos últimas semanas en Frankfurt am Main, y me he sorprendido varias veces pensando en cómo se mueven los alemanes, y de paso también en cómo nos movemos los demás, de otras nacionalidades y continentes. Me refiero en concreto a cómo lo hacemos en los espacios que compartimos unos con otros, en los espacios públicos, es decir.
Los alemanes son imparables. Avanzan hacia ti (y presumiblemente los unos hacia los otros) de forma inexorable, ya sea en el aeropuerto con su maleta de ruedas o en Hugendubel (la librería de la cadena que encuentras en toda Alemania) con sus libros o en Starbucks con su café. Claro está, aunque tengas la impresión de que avanzan hacia ti, en realidad todo lo que hacen es seguir su camino como lo harían si tú no estuvieras allí. Mi táctica hasta ahora ha sido la de dejarles pasar, pero en estos días se me ocurrió, pensando en aquello de "donde fueres haz lo que vieres", que me gustaría probar a hacer lo mismo que ellos, actuar como si nada fuera a detenerme. Sin embargo, antes de ponerlo en práctica se lo comenté a una de mis amigas italianas en Frankfurt, y me dijo que tuviera en cuenta que los alemanes por lo general son más grandes que nosotros los latinos, y que si chocase con alguno de ellos seguramente llevaría las de perder.

Lo único capaz de detener de verdad a un alemán que va a algún sitio concreto es un semáforo. En Frankfurt se habla mucho de lo importante que es en Alemania respetar siempre los semáforos, porque es en ellos en los que se centra la atención de los conductores alemanes. Es decir, que no se fijan verdaderamente en si alguien cruza o no, sino solo en si el semáforo está verde o rojo para ellos, y no esperan bajo ningún concepto que un peatón cruce si está rojo para él. Con toda seguridad es esto es lo que ha llevado a que mucha gente, al referirse a un alemán, se dé golpes en la cabeza con los nudillos y diga eso de "¡Toc toc toc! ¿Hay alguien ahí?"

Los británicos son otro caso muy distinto. Ellos, tengo comprobado que se mueven de una forma cuando lo hacen en bloque y de otra cuando cada uno lo hace por su cuenta y riesgo. En mi primera visita a Londres, estaba a las ocho de la mañana, hora punta, en el hall de la estación de metro de Victoria Station, dudando qué camino debía tomar para ir a no recuerdo dónde, cuando de pronto vi una columna de personas salir de uno de los túneles. Todas andaban al mismo paso e iban vestidas en blanco y negro o gris. En lugar de la inexorabilidad alemana, siempre tan voluntariosa, reinaba un instinto de especie, pero era como si todas estas personas a pesar de moverse al mismo tiempo se creyeran completamente independientes unas de otras, o incluso como si cada una de ellas ignorara en realidad la existencia de las demás ahí a su lado. Pasaron así ausentes y en bloque junto a mí, que me había apartado a un lado, para luego desaparecer por otro de los túneles.

Pero, como decía, esta forma de moverse de los británicos cuando lo hacen juntos tiene poco que ver con cómo se mueven cuando lo hace cada uno por separado. Individualmente, tienen un gran sentido del espacio público y del hecho (contrario precisamente a su individualidad) de que es compartido. No lo cuidan o lo embellecen o lo veneran, se limitan a respetarlo, aunque muchísimo, llevando a veces ese respeto hasta extremos muy poco prácticos. Pienso en concreto en la puerta de la biblioteca local de Oxford. Tenía dos hojas que se abrían hacia ambos lados y lo más fácil era abrir una de ellas hacia adelante, pasar y soltarla sin más. Pero los británicos eran al parecer incapaces de hacer una cosa así, soltarle la puerta a alguien en la cara. Así que pasaban, la mantenían abierta y sonreían hasta que la siguiente persona la sujetaba, sonreía a su vez y daba las gracias. Esta actitud, en principio tan civilizada, era sin embargo muy poco eficaz porque a veces el que tenía que pasar detrás de ti no iba en tu dirección sino en la contraria. De modo que en la entrada de esa biblioteca siempre había mucha gente sujetando una y otra hoja de la puerta o intentando tomar el relevo sin conseguirlo. A ello se sumaban los extranjeros que o desconocían el ritual o, con cierta razón, lo consideraban un poco tonto.

Los españoles, y seguramente también, por ejemplo, los italianos, estaríamos entre los que hubieran optado por pasar sin más preámbulos y dejar que el que viniera detrás se las apañara solo con la puerta . Pero los españoles sobre todo, más que por nuestra forma de movernos nos distinguimos precisamente por nuestra inmovilidad en lugares en los que otros estarían moviéndose. Así para nosotros las aceras son lugares donde pararnos a pensar, a hablar o a mirar. Qué duda cabe de que esta inmovilidad está motivada en gran parte por nuestro clima: en invierno tienes una tendencia mucho mayor a pararte al calor del sol, que bajo la lluvia, en medio de la niebla o cuando sopla un viento muy frío; y en verano el calor mismo te dificulta el movimiento: andas pesadamente hasta la siguiente sombra y descansas un rato en ella.

A los italianos, también es fácil sorprenderles aquí o allá parados, pero su caso es algo distinto del español, ellos se impiden el paso unos a otros mucho más que nosotros, a pesar de nuestra mayor inmovilidad. La diferencia está en que los italianos tienen una mayor propensión a expandirse y ocupar todo el espacio posible, de modo que si tienen que escoger entre quedarse parados o rellenar espacio siempre optan por esto último. No hay más que ver las colas italianas que crecen siempre mucho más a lo ancho que a lo largo. La primera razón que se me ocurre es que en Italia el individuo siempre es mucho menos importante que la familia pero también mucho más importante que la sociedad. Tal vez habría que preguntar a un italiano, pero a mí este motivo me parece que justificaría la tendencia a estar siempre todos juntos y al mismo tiempo no sacrificar nada del espacio propio.

Además de en una cola, otro ejemplo claro de esta tendencia a expandirse de los italianos puede verse en una autopista, donde todos los carriles están ocupados por vehículos que van a más o menos la misma velocidad, pero se resisten a colocarse unos detrás de otros, y curiosamente el resultado no es estático sino terriblemente dinámico: la conducción se convierte en un continuo pasar de un carril a otro para evitar a los que se han asentado en cualquiera de ellos y a cualquier velocidad. Por lo que se refiere a los coches italianos, hay que decir también que se mueven exactamente como lo haría una persona: antes de adelantar o salir a una carretera se asoman un poco, igual que una persona, para ver si el que viene les deja pasar, y si no es así vuelven a su sitio y lo intentan de nuevo. Nada que ver con los coches alemanes, que se comportan exactamente como lo haría un coche si tuviera algún tipo de voluntad propia.

Luego, si dejas atrás la superpoblada Europa y te vas por ejemplo a América o a África, te encuentras con otra forma de moverse completamente distinta, como ya he explicado en mi entrada de más abajo Sudáfrica 2003, hablando de los guías del safari fotográfico que hice allí. En estos dos continentes las personas, que a veces son muy grandes, más incluso que los alemanes, se mueven y en cada movimiento se apoderan del espacio, y es un placer verles hacerlo, porque nunca reclaman tu espacio ni el de ninguna otra cosa que esté allí, solo el que está libre, que claro en estos continentes es siempre mucho.


Sin embargo, a otro nivel menos inmediato y personal, en América también se detecta una gran violencia. Una vez estuve en Nueva York y recuerdo en particular la agresividad de los peatones (yo era uno), que se lanzaban en masa a la carretera (también yo) en cuanto el semáforo se ponía verde para ellos. Y desde luego había una mayor consciencia de ser algún tipo de entidad todos juntos que en el caso de los oficinistas londinenses de Victoria. Era como si los peatones fueran un animal y los coches otro, y en cualquier momento la supervivencia de uno fuera a estar en función de la desaparición del otro. Recuerdo también a un mensajero ciclista que detuvo su bicicleta en un cruce, y se quedó allí de pie sobre los pedales (estaba, como todos los mensajeros ciclistas, muy en forma), provocando a un taxista que había intentado meterle prisa. Se quedó así un buen rato, con todos los peatones claramente de su parte, los coches, no se sabía, pero se respiraba un cierto aire de linchamiento.

En África hay también violencia, pero allí se tiene la impresión más que en ningún otro lugar, de que esa violencia no proviene de los demás sino de la vida o la naturaleza mismas. Estoy pensando sobre todo en un incidente que presencié en Ruanda. Había ido con unos amigos a ver una película sobre el genocidio que se proyectaba por primera vez en el país, en el estadio de fútbol de Kigali, el estadio Amhoro, en el que tantos se refugiaron durante el genocidio para morir finalmente masacrados, cuando la ONU los abandonó a su suerte. Uno de mis amigos, que es ruandés, había conseguido entradas para que pudiéramos ver la película, que se proyectaba en una pantalla en medio del estadio, desde una grada. Llegamos y todo funcionaba de forma muy controlada, y solo los que teníamos entrada pasábamos por una puerta pequeña, aunque había muchos allí fuera. Pero en un momento determinado, ya al final (en realidad la película se proyectó tres horas más tarde de lo previsto), abrieron un gran portón para que entraran todos los que estaban allí, con o sin entrada. De modo que entraron corriendo, un poco desorientados, primero fueron hacia el centro del estadio y luego, cuando vieron que alrededor quedaban todavía asientos libres, hacia una escalera metálica muy estrecha que conducía a las gradas. En esa escalera se produjo un atasco muy grande y, al cabo de un momento, vimos correr a varias personas con otras en brazos, que seguramente se habían caído por la escalera, o se habían hecho de alguna forma daño en ella. Muchos más les seguían corriendo también, y me resultaba difícil distinguir a unos de otros, a los que se habían hecho daño de los que los llevaban en brazos, y a éstos de los que sencillamente corrían detrás. Después fue extraño ver la película, en la que se tenía la impresión también de que todos mataban a todos. Nada que ver con, por ejemplo, la claridad meridiana de una película sobre el holocausto alemán, en la que los que matan (al menos de forma activa) llevan su uniforme gris con botas negras altas, galones y gorra militar.

Por último, los asiáticos, y más en concreto los chinos, son un caso muy especial, porque para ellos no existe el espacio público, o todo lo es. Todo es de todos, y cualquiera de ellos tiene derecho a cualquier espacio incluso si está ocupado por otro. Así se crea una situación en la que no hay diferencia entre las cosas y los espacios, las personas y los espacios, todo viene a ser más o menos lo mismo. Tenía una amiga de Hon-Kong a la que conocí en Inglaterra. Ir a China Town en Londres es siempre una experiencia: conozco sobre todo un restaurante en el que te sientan en una mesa redonda enorme con muchos otros clientes, y los camareros se enfadan si no entiendes su inglés y también si no entienden el tuyo ("Don´t you speak British English?", te preguntan). Pero ninguna experiencia era comparable a la de ir a China Town con mi amiga china, porque no era una cuestión de ver a los demás saltándose las colas y no cediendo el paso a alguien en silla de ruedas, sino que eras tú mismo, si ibas con ella, quien hacía todas estas cosas y muchas más.

Sin embargo, no cabe duda de que, a veces, cómo nos movemos no depende de nuestra nacionalidad, o de dónde nos encontremos, sino claramente de nuestras circunstancias, que a su vez determinan luego otras formas de movernos. En su libro La historia natural de la destrucción, el escritor alemán W. G. Sebald dice, citando a otro escritor alemán, Hans Erich Nossack, que tras los bombardeos de ciudades alemanas por los aliados "no había forma de reconducir la gran marea de gente que `en silencio y de forma inexorable lo invadía todo', llevando consigo el desasosiego en pequeñas riadas hasta los pueblos más remotos. Los refugiados, no habían hecho más que encontrar un lugar donde quedarse, cuando, prosigue Nossack, se ponían de nuevo en marcha, para viajar aún más lejos o para intentar volver" a su lugar de origen, "`bien a fin de rescatar algo o a fin de buscar a sus familiares´, o por esos obscuros motivos que compelen a un asesino a volver a la escena del crimen. Fuera como fuese, una inmensa multitud se desplazaba a diario. Más tarde, Heinrich Böll sugirió que es en esas experiencias de desarraigo colectivo en las que tiene su origen el ansia alemana por viajar: la impresión de no ser capaz de quedarse en ningún sitio, la necesidad constante de estar en otro lugar" (en la página 33 de su versión en inglés, The Natural History of Destruction, de la cual la he traducido yo misma).