Thursday 22 October 2009

Hay que ver cómo nos movemos

He pasado estas dos últimas semanas en Frankfurt am Main, y me he sorprendido varias veces pensando en cómo se mueven los alemanes, y de paso también en cómo nos movemos los demás, de otras nacionalidades y continentes. Me refiero en concreto a cómo lo hacemos en los espacios que compartimos unos con otros, en los espacios públicos, es decir.
Los alemanes son imparables. Avanzan hacia ti (y presumiblemente los unos hacia los otros) de forma inexorable, ya sea en el aeropuerto con su maleta de ruedas o en Hugendubel (la librería de la cadena que encuentras en toda Alemania) con sus libros o en Starbucks con su café. Claro está, aunque tengas la impresión de que avanzan hacia ti, en realidad todo lo que hacen es seguir su camino como lo harían si tú no estuvieras allí. Mi táctica hasta ahora ha sido la de dejarles pasar, pero en estos días se me ocurrió, pensando en aquello de "donde fueres haz lo que vieres", que me gustaría probar a hacer lo mismo que ellos, actuar como si nada fuera a detenerme. Sin embargo, antes de ponerlo en práctica se lo comenté a una de mis amigas italianas en Frankfurt, y me dijo que tuviera en cuenta que los alemanes por lo general son más grandes que nosotros los latinos, y que si chocase con alguno de ellos seguramente llevaría las de perder.

Lo único capaz de detener de verdad a un alemán que va a algún sitio concreto es un semáforo. En Frankfurt se habla mucho de lo importante que es en Alemania respetar siempre los semáforos, porque es en ellos en los que se centra la atención de los conductores alemanes. Es decir, que no se fijan verdaderamente en si alguien cruza o no, sino solo en si el semáforo está verde o rojo para ellos, y no esperan bajo ningún concepto que un peatón cruce si está rojo para él. Con toda seguridad es esto es lo que ha llevado a que mucha gente, al referirse a un alemán, se dé golpes en la cabeza con los nudillos y diga eso de "¡Toc toc toc! ¿Hay alguien ahí?"

Los británicos son otro caso muy distinto. Ellos, tengo comprobado que se mueven de una forma cuando lo hacen en bloque y de otra cuando cada uno lo hace por su cuenta y riesgo. En mi primera visita a Londres, estaba a las ocho de la mañana, hora punta, en el hall de la estación de metro de Victoria Station, dudando qué camino debía tomar para ir a no recuerdo dónde, cuando de pronto vi una columna de personas salir de uno de los túneles. Todas andaban al mismo paso e iban vestidas en blanco y negro o gris. En lugar de la inexorabilidad alemana, siempre tan voluntariosa, reinaba un instinto de especie, pero era como si todas estas personas a pesar de moverse al mismo tiempo se creyeran completamente independientes unas de otras, o incluso como si cada una de ellas ignorara en realidad la existencia de las demás ahí a su lado. Pasaron así ausentes y en bloque junto a mí, que me había apartado a un lado, para luego desaparecer por otro de los túneles.

Pero, como decía, esta forma de moverse de los británicos cuando lo hacen juntos tiene poco que ver con cómo se mueven cuando lo hace cada uno por separado. Individualmente, tienen un gran sentido del espacio público y del hecho (contrario precisamente a su individualidad) de que es compartido. No lo cuidan o lo embellecen o lo veneran, se limitan a respetarlo, aunque muchísimo, llevando a veces ese respeto hasta extremos muy poco prácticos. Pienso en concreto en la puerta de la biblioteca local de Oxford. Tenía dos hojas que se abrían hacia ambos lados y lo más fácil era abrir una de ellas hacia adelante, pasar y soltarla sin más. Pero los británicos eran al parecer incapaces de hacer una cosa así, soltarle la puerta a alguien en la cara. Así que pasaban, la mantenían abierta y sonreían hasta que la siguiente persona la sujetaba, sonreía a su vez y daba las gracias. Esta actitud, en principio tan civilizada, era sin embargo muy poco eficaz porque a veces el que tenía que pasar detrás de ti no iba en tu dirección sino en la contraria. De modo que en la entrada de esa biblioteca siempre había mucha gente sujetando una y otra hoja de la puerta o intentando tomar el relevo sin conseguirlo. A ello se sumaban los extranjeros que o desconocían el ritual o, con cierta razón, lo consideraban un poco tonto.

Los españoles, y seguramente también, por ejemplo, los italianos, estaríamos entre los que hubieran optado por pasar sin más preámbulos y dejar que el que viniera detrás se las apañara solo con la puerta . Pero los españoles sobre todo, más que por nuestra forma de movernos nos distinguimos precisamente por nuestra inmovilidad en lugares en los que otros estarían moviéndose. Así para nosotros las aceras son lugares donde pararnos a pensar, a hablar o a mirar. Qué duda cabe de que esta inmovilidad está motivada en gran parte por nuestro clima: en invierno tienes una tendencia mucho mayor a pararte al calor del sol, que bajo la lluvia, en medio de la niebla o cuando sopla un viento muy frío; y en verano el calor mismo te dificulta el movimiento: andas pesadamente hasta la siguiente sombra y descansas un rato en ella.

A los italianos, también es fácil sorprenderles aquí o allá parados, pero su caso es algo distinto del español, ellos se impiden el paso unos a otros mucho más que nosotros, a pesar de nuestra mayor inmovilidad. La diferencia está en que los italianos tienen una mayor propensión a expandirse y ocupar todo el espacio posible, de modo que si tienen que escoger entre quedarse parados o rellenar espacio siempre optan por esto último. No hay más que ver las colas italianas que crecen siempre mucho más a lo ancho que a lo largo. La primera razón que se me ocurre es que en Italia el individuo siempre es mucho menos importante que la familia pero también mucho más importante que la sociedad. Tal vez habría que preguntar a un italiano, pero a mí este motivo me parece que justificaría la tendencia a estar siempre todos juntos y al mismo tiempo no sacrificar nada del espacio propio.

Además de en una cola, otro ejemplo claro de esta tendencia a expandirse de los italianos puede verse en una autopista, donde todos los carriles están ocupados por vehículos que van a más o menos la misma velocidad, pero se resisten a colocarse unos detrás de otros, y curiosamente el resultado no es estático sino terriblemente dinámico: la conducción se convierte en un continuo pasar de un carril a otro para evitar a los que se han asentado en cualquiera de ellos y a cualquier velocidad. Por lo que se refiere a los coches italianos, hay que decir también que se mueven exactamente como lo haría una persona: antes de adelantar o salir a una carretera se asoman un poco, igual que una persona, para ver si el que viene les deja pasar, y si no es así vuelven a su sitio y lo intentan de nuevo. Nada que ver con los coches alemanes, que se comportan exactamente como lo haría un coche si tuviera algún tipo de voluntad propia.

Luego, si dejas atrás la superpoblada Europa y te vas por ejemplo a América o a África, te encuentras con otra forma de moverse completamente distinta, como ya he explicado en mi entrada de más abajo Sudáfrica 2003, hablando de los guías del safari fotográfico que hice allí. En estos dos continentes las personas, que a veces son muy grandes, más incluso que los alemanes, se mueven y en cada movimiento se apoderan del espacio, y es un placer verles hacerlo, porque nunca reclaman tu espacio ni el de ninguna otra cosa que esté allí, solo el que está libre, que claro en estos continentes es siempre mucho.


Sin embargo, a otro nivel menos inmediato y personal, en América también se detecta una gran violencia. Una vez estuve en Nueva York y recuerdo en particular la agresividad de los peatones (yo era uno), que se lanzaban en masa a la carretera (también yo) en cuanto el semáforo se ponía verde para ellos. Y desde luego había una mayor consciencia de ser algún tipo de entidad todos juntos que en el caso de los oficinistas londinenses de Victoria. Era como si los peatones fueran un animal y los coches otro, y en cualquier momento la supervivencia de uno fuera a estar en función de la desaparición del otro. Recuerdo también a un mensajero ciclista que detuvo su bicicleta en un cruce, y se quedó allí de pie sobre los pedales (estaba, como todos los mensajeros ciclistas, muy en forma), provocando a un taxista que había intentado meterle prisa. Se quedó así un buen rato, con todos los peatones claramente de su parte, los coches, no se sabía, pero se respiraba un cierto aire de linchamiento.

En África hay también violencia, pero allí se tiene la impresión más que en ningún otro lugar, de que esa violencia no proviene de los demás sino de la vida o la naturaleza mismas. Estoy pensando sobre todo en un incidente que presencié en Ruanda. Había ido con unos amigos a ver una película sobre el genocidio que se proyectaba por primera vez en el país, en el estadio de fútbol de Kigali, el estadio Amhoro, en el que tantos se refugiaron durante el genocidio para morir finalmente masacrados, cuando la ONU los abandonó a su suerte. Uno de mis amigos, que es ruandés, había conseguido entradas para que pudiéramos ver la película, que se proyectaba en una pantalla en medio del estadio, desde una grada. Llegamos y todo funcionaba de forma muy controlada, y solo los que teníamos entrada pasábamos por una puerta pequeña, aunque había muchos allí fuera. Pero en un momento determinado, ya al final (en realidad la película se proyectó tres horas más tarde de lo previsto), abrieron un gran portón para que entraran todos los que estaban allí, con o sin entrada. De modo que entraron corriendo, un poco desorientados, primero fueron hacia el centro del estadio y luego, cuando vieron que alrededor quedaban todavía asientos libres, hacia una escalera metálica muy estrecha que conducía a las gradas. En esa escalera se produjo un atasco muy grande y, al cabo de un momento, vimos correr a varias personas con otras en brazos, que seguramente se habían caído por la escalera, o se habían hecho de alguna forma daño en ella. Muchos más les seguían corriendo también, y me resultaba difícil distinguir a unos de otros, a los que se habían hecho daño de los que los llevaban en brazos, y a éstos de los que sencillamente corrían detrás. Después fue extraño ver la película, en la que se tenía la impresión también de que todos mataban a todos. Nada que ver con, por ejemplo, la claridad meridiana de una película sobre el holocausto alemán, en la que los que matan (al menos de forma activa) llevan su uniforme gris con botas negras altas, galones y gorra militar.

Por último, los asiáticos, y más en concreto los chinos, son un caso muy especial, porque para ellos no existe el espacio público, o todo lo es. Todo es de todos, y cualquiera de ellos tiene derecho a cualquier espacio incluso si está ocupado por otro. Así se crea una situación en la que no hay diferencia entre las cosas y los espacios, las personas y los espacios, todo viene a ser más o menos lo mismo. Tenía una amiga de Hon-Kong a la que conocí en Inglaterra. Ir a China Town en Londres es siempre una experiencia: conozco sobre todo un restaurante en el que te sientan en una mesa redonda enorme con muchos otros clientes, y los camareros se enfadan si no entiendes su inglés y también si no entienden el tuyo ("Don´t you speak British English?", te preguntan). Pero ninguna experiencia era comparable a la de ir a China Town con mi amiga china, porque no era una cuestión de ver a los demás saltándose las colas y no cediendo el paso a alguien en silla de ruedas, sino que eras tú mismo, si ibas con ella, quien hacía todas estas cosas y muchas más.

Sin embargo, no cabe duda de que, a veces, cómo nos movemos no depende de nuestra nacionalidad, o de dónde nos encontremos, sino claramente de nuestras circunstancias, que a su vez determinan luego otras formas de movernos. En su libro La historia natural de la destrucción, el escritor alemán W. G. Sebald dice, citando a otro escritor alemán, Hans Erich Nossack, que tras los bombardeos de ciudades alemanas por los aliados "no había forma de reconducir la gran marea de gente que `en silencio y de forma inexorable lo invadía todo', llevando consigo el desasosiego en pequeñas riadas hasta los pueblos más remotos. Los refugiados, no habían hecho más que encontrar un lugar donde quedarse, cuando, prosigue Nossack, se ponían de nuevo en marcha, para viajar aún más lejos o para intentar volver" a su lugar de origen, "`bien a fin de rescatar algo o a fin de buscar a sus familiares´, o por esos obscuros motivos que compelen a un asesino a volver a la escena del crimen. Fuera como fuese, una inmensa multitud se desplazaba a diario. Más tarde, Heinrich Böll sugirió que es en esas experiencias de desarraigo colectivo en las que tiene su origen el ansia alemana por viajar: la impresión de no ser capaz de quedarse en ningún sitio, la necesidad constante de estar en otro lugar" (en la página 33 de su versión en inglés, The Natural History of Destruction, de la cual la he traducido yo misma).